Garikoitz Mato, de 23 años, da de merendar a su abuelo, mientras su abuela duerme, en la casa familiar ubicada en el municipio cántabro de Ramales de la Victoria. Foto: José Mari Martínez

"Ellos me criaron a mí y qué menos"

Garikoitz lleva desde los 19 años cuidando a sus abuelos dependientes porque no encontraba trabajo

Arantza Rodríguez

Ramales de la victoria

Abre la boca Herminio, que viene el avión". Garikoitz Mato acerca con paciencia una cucharada de natillas a los labios de su abuelo, que a veces los aprieta, a sus 93 años, como un bebé que prueba el puré por primera vez. Su mujer, Martina, de 97, duerme a su lado, junto a un peluche. "Un día empezó a decir: ¿Dónde está el niño, dónde está el niño? porque me cuidaba de pequeño. Le envolví el oso en una manta, se lo puse ahí y calló", explica su nieto, que, ante la imposibilidad de encontrar trabajo, cuida de ambos, grandes dependientes, desde que tenía 19 años. Ahora tiene 23. "Ellos me criaron a mí, porque mis padres trabajaban, y ese amor está ahí. Qué menos que hacer yo esto".

En la casa familiar, ubicada en el municipio cántabro de Ramales de la Victoria, no se respira, pese a la papeleta, ni una partícula de depresión. Ni siquiera en la habitación donde viven Herminio y Martina, una estancia luminosa e impoluta donde la televisión está encendida sólo para hacer ruido. Es la hora de la siesta. Él duerme con un reloj y la txapela dispuesta encima de una silla. Ella, con pendientes y una sortija. Como si, tras echarse la cabezada, fueran a dar un paseo. Pero no. Desde el año pasado ambos están encamados. Son dependientes Grado III nivel 2. "Si no los mueves, no hacen nada", traduce Garikoitz, que se encarga de asearlos, darles de comer y cambiarlos de posición cada dos horas y media para evitar las escaras. "Y estás durmiendo y estás con la oreja puesta, por si les viene una flema. Están indefensos, pero son los abuelos, hay que cuidarlos".

El cariño que les profesa se lo ganaron Herminio y Martina a pulso cuando Garikoitz era un crío. "Me vestían, me hacían el desayuno, me llevaban al colegio... Incluso, cuando había una tormenta y mis padres no estaban, me metía a la cama con ellos", echa la vista atrás. Ahora es él quien vela sus sueños, aunque nunca se lo habría imaginado, porque lo suyo era la electricidad industrial. "Si llego a encontrar trabajo, habría sido totalmente diferente", reconoce. Pero no lo encontró, la abuela se rompió el fémur y sufrió un ictus. El abuelo, una neumonía. Y ambos terminaron postrados en la cama. "La doctora y la asistenta me dijeron que podía ser su cuidador y solicitar la ayuda de la Ley de Dependencia. A mí ni se me había pasado por la cabeza, no me veía, pero al final me decanté y me gusta". Tanto que se está planteando formarse para dedicarse profesionalmente a ello. "La vida me ha ido llevando a este camino. Los cables para otro", bromea en referencia a sus estudios de electricidad este santanderino de origen vasco, a quien sus amigos le suelen tomar el pelo. "Alguna burla hay. Me dicen que cómo voy a cuidar vejestorios, que hay que limpiarles las babas, los mocos... Bobadas así. Ya les tocará, Dios quiera que no, pero es lo que hay".

Verles degenerar es "Muy duro"

"Deprime y pone de mala leche no poder hacer nada"

Enfundado en su uniforme blanco, Garikoitz se toma su labor como un auténtico trabajo. Y no es para menos. "A las ocho me levanto, les doy de desayunar, veo las pastillas que les tocan, les mudo y les pongo de una posición. A lo largo de la mañana, hay que estar al cuidado, darles agua cada tres cuartos de hora y moverles. A la una y media empiezo a darles de comer. Luego echan la siesta, meriendan, se mudan y a las nueve cenan. Los martes, viernes y sábado los aseamos, quitándoles el pijama, aunque se lavan todos los días. Así es la jornada. De lunes a domingo y todos los meses del año. No hay días libres, ni vacaciones", remata.

Tres años y tres meses lleva Garikoitz inmerso en ese turno sin fin. "Gracias a Dios algún día, cuando mi madre llega de trabajar, me escapo, porque como no desconectes, te pones tarumba. Cerrado, viendo que van degenerando... Deprime y pone de mala leche no poder hacer nada. A veces te dan ganas de llorar, no tengo vergüenza de decirlo", confiesa. También Herminio derrama, de cuando en cuando, alguna lágrima. "Tiene algún momento lúcido y dice: Cuánto doy que hacer o Cuánto hay que sufrir para morir y empieza a llorar. Eso mina la moral", admite su nieto.

Aunque trata de tomárselo con humor y prepararse para lo peor, tal y como le aconseja la doctora, a veces le resulta muy complicado. "Es fácil decirlo desde fuera, pero hay que estar dentro. Hay días que tienes la moral alta y otros, que los ves malos o con fiebre, en los que te vienes abajo". El sufrimiento no sería el mismo, como es lógico, si los pacientes no fueran de su propia familia. "Te preocuparía, pero mentalmente no sería igual. Estos me han criado y hace pupa".

Consciente de la edad que tienen sus abuelos y de su frágil salud, le duele pensar en el mañana. "La vida es como un libro, vas pasando hojas y hay que prepararse para la última, pero nunca te mentalizas al cien por cien. Es duro, muy duro".

La crisis agazapada bajo el felpudo

"¿Quién puede pagar una residencia con el paro que hay?"

La crisis, como en otros muchos hogares, está agazapada bajo el felpudo de la vivienda. "La cosa está mal. A mi hermano se le termina el trabajo en diciembre y no hay expectativas de que vaya a volver. Mi padre trabaja en una cantera y van a echar a seiscientos. No sabemos a quién le tocará. Mi madre, que trabaja en una fábrica de conservas, en dos años, por lo menos, no tendrá problema", resume Garikoitz, que, de aprobarse la dependencia de Herminio, percibirá unos 800 euros al mes por hacerse cargo de sus dos abuelos. En una residencia "normalita", dice, no pagarían por ambos menos de 3.000.

"Con la reforma de la Ley van a bajar la ayuda al cuidador al menos un 15% y ya no voy a cotizar a la Seguridad Social para la jubilación. Los recortes me tocan la moral, pero no por eso los voy a dejar de cuidar. Eso lo tengo claro", afirma con total rotundidad.

Convencido de que con la merma en las ayudas "lo que pretenden es que las personas que están así vayan a servicios profesionales", se pregunta "quién puede pagar los 1.500 o 2.200 euros que vale una residencia o los 600 que cuesta un centro de día con toda la gente que hay en paro". De hecho, cuenta, de una residencia cercana a su domicilio "están sacando a la gente mayor para cobrar los 400 ó 500 euros de pensión en casa. Y antes, cuando iba todo bien, los dejaban en la residencia", reprueba, porque sus abuelos maternos, en la salud y en la enfermedad, siempre han vivido en casa con ellos.

Cuando Herminio y Martina emprendieron la cuesta abajo, en la familia hablaron de contratar a una persona, pero finalmente descartaron la idea. "Más confianza que con el nieto es imposible, porque no sabes quién va a entrar. Mi madre se alegra de que los cuide yo. Aparte de que lo hago porque quiero, recibo una remuneración, que es muy importante", señala. Puesto a pensar quién le cuidará a él en un futuro, le entra la risa. "Madre mía, los que vengan detrás... Ya mis padres lo dicen: ¿Quién nos cuidará a nosotros? Me tocará a mí otra vez", asume a carcajadas.

Entretanto Garikoitz está entregado en cuerpo y alma a sus abuelos. Ya ni siquiera busca trabajo. "Ponerme en el mundo laboral y dejar esto así, no. Seguiré hasta lo que sea. Dios quiera que sea lo más posible, pero soy realista. Veo cómo están, veo lo que hay y puede ser un mes, dos, tres, ocho...".

El abuelo le echa rapapolvos

"Tengo los riñones desarmados, me salva que soy joven"

Ironías de la vida, a veces Herminio le lee la cartilla a su nieto por vago. "Dice que hay que ir a tal sitio, hacer la fregada, la comida... Me echa la bronca porque dice que no hago nada". Otras veces le tiende la mano y le suelta: "Tienes aquí un amigo". Un amigo, pero que no colabora, porque Garikoitz se las ve y se las desea para poder moverlo. "Se queda rígido y me reviento. Y cuando le enseñas la silla de ruedas para mudar la cama, mecagüen la leche. Le digo: Vamos a levantarnos y él, más duro se pone. Le digo: No me hagas eso, que hay que sentarse y tiro de él como un toro. Tengo los riñones desarmados. Me salva que soy joven", relata entre risas. "Me lo tomo con filosofía y un poco de cachondeo. Si no, ¿qué vas a estar, todo el día llorando?".

Pese a las ataduras, Garikoitz ha logrado mantener sus amistades e incluso tiene pareja. "Ella lo lleva bien, es bastante comprensiva porque también tuvo la abuela hace años. Incluso algún día sube a ayudarme. Como no somos de ir de fiesta, ha habido suerte", asegura. Cuando la presión le asfixia, sale al balcón. "Respiro profundamente y entro otra vez para adentro".

Con mimo, toma la tensión y la temperatura a Martina. Herminio no quita ojo al intruso de la cámara de fotos. Balbucea interesándose por su procedencia y Garikoitz le hace de intérprete. Su madre, desde la puerta, contempla cómo le retira con un pañuelo una flema de la boca. Sin perder la sonrisa. "Él vale. Yo no podría", confiesa.

"A veces el abuelo dice: 'Cuánto doy que hacer' o 'Cuánto hay que sufrir para morir' y llora"

Garikoitz acaricia la mano entumecida de su abuelo. Foto: José Mari Martínez

"Los recortes me tocan la moral, pero no por eso los voy a dejar de cuidar. Eso lo tengo claro"

"Duermes con la oreja puesta por si tienen una flema. Están indefensos, pero son los abuelos"