wajir (kenia)
al poco de llegar, ya nos querríamos ir. Hasta que aparece Ahmed Arta. Al campo de refugiados de Ali Addeh se llega tras varias horas de coche desde Yibuti capital. Se recorre una carretera asfaltada con camellos en mitad del camino y tormentas de arena asustando en las cunetas y se llega a las montañas que marcan la frontera con Somalia por un camino de piedras y ríos muertos. A no ser que vengas del sur. Arta llegó hace dos días al campamento con su mujer y dos hijos desde Somalia. El viaje duró siete días, a pie y autostop, y ha dejado secuelas: su mujer, enferma, escucha la conversación ausente, tumbada al fondo de la tienda. Arta tarda dos frases en hacernos tragar la sensación inicial de querer irse pitando de allí. "Eso es porque no sabéis de donde vengo", dice con la mirada. Aunque lo expresa de otra forma: "Nos han dado comida, mosquitera, un bidón para el agua y una tienda. Aquí nadie nos puede hacer daño. Ya soy feliz, nos quedaremos a vivir aquí para siempre".
Desde 1990, cuando se construyó para acoger a quienes huían de los primeros tiroteos somalís, el campamento ha ido creciendo hasta el exceso. En los primeros seis meses del año, llegaron 2.600 personas al campo. Desde julio, cada mes llegan mil más. Aún así nadie hace mucho caso a Yibuti. Aunque en la capital se acumulan ya 3.000 refugiados urbanos -en la ciudad hay cientos de mendigos en las calles y el mercado- y los campamentos del sureste están desbordados, Idris Moussa, el responsable de control de medios del gobierno yubitiano, puso cara de sorpresa al sellar el permiso para ir a visitar Ali Addeh. "Desde 2009 no van periódicos o televisiones extranjeras allí", aseguró. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) calcula que a finales de año la cifra de habitantes del campamento rozará las 21.000 personas. Y los pozos tienen agua para 10.000.
Cuando te acercas, la escena de las tiendas blancas a los pies de las montañas grises sobrecoge. Es bonita incluso. Hasta que te acercas. Un enjambre de toldos y letrinas de piedra se desparraman por el valle gris formando un zigzag de callejuelas de arena sin sentido. Sobre una ladera, hay dos niños pequeños que miran con curiosidad desde la distancia. El menor se baja los pantalones para orinar sin dejar de mirar al mar de carpas blancas de las tiendas. Las mujeres cocinan lo que pueden o se dirigen cargadas de garrafas hacia el pozo más cercano. Necesidad y pobreza, pero paz. Esa es la definición de paraíso si vienes del infierno. "Vivíamos a las afueras de Mogadiscio -recuerda Arta- y la guerra era cada vez peor. Luego llegó la sequía y la comida se terminó. No había salida. Aquí acabó todo eso".
solo ayuda externa La tierra de Ali Addeh es yerma y apenas crece vida entre las rocas, así que casi todos sus habitantes están condenados a ser dependientes de la ayuda externa. En el centro de la ciudad refugiada, hay un pequeño edificio de una planta al que todos llaman Community Center y es el lugar preferido de Aka. Allí hay un pequeño televisor y, cuando hay electricidad, pueden ver los partidos de la Premier o la Liga. A Aka le gusta el Tottenham y Kaká. Como me nota la mueca de extrañeza -casi todos son del Manchester, el Arsenal, el Barça o el Madrid-, se adelanta a la pregunta. "Me gusta porque no son tan ricos y juegan bien, aunque no siempre ganan", dice. Me ahorro paralelismos estúpidos.
Aka llegó solo, a los dieciséis años, huyendo de Al Shabab. "Empezaron a obligar a la gente de mi edad a que luchara con ellos. Si no lo hacías, te mataban, así que me tuve que marchar", explica. Lleva dos años en el campamento. No sabe muy bien hasta cuando se quedará porque tampoco sabe a dónde podría ir.
Cuando le pregunto qué quiere hacer en el futuro se encoge de hombros. Y me dice si sé contra quién juega el Tottenham la próxima semana.