Ocurrió en menos de 12 horas del segundo domingo de agosto en aquél verano caliente del 36. Hace hoy exactamente 75 años, en la Llanada alavesa y Urbasa. Al párroco de Zalduendo y Galarreta, exiliado en Cegama, Gipuzkoa, por aquello de que los bandos estaban sin definir, le correspondía celebrar la misa dominical en ambos pueblos y como no las tenía todas consigo respecto a la forma en que sería recibido, solicitó ayuda. A la mañana, apareció acompañado de 26 requetés armados. Mientras él celebraba, sus acompañantes encerraban en el Ayuntamiento de Zalduendo a 18 personas, entre ellas al maestro Miguel Gil. Faltaban todas las que, intuyendo lo que se avecinaba, habían huido al monte.
El pánico se extendió a Galarreta, a dos kilómetros de Zalduendo, y por lo que pudiera pasar, Pedro Salinas Arregui, otro de los protagonistas del día, decidió exiliarse en su huerta. Muy pronto, varios requetés armados llegaron hasta su casa preguntando por él. Su esposa dijo no saber dónde estaba, pero el infortunio hizo que rápidamente los tuviera delante, encañonándole. Le condujeron hasta la escuela, donde encontró a su amigo y maestro Bernardino Domingo y a otras tres personas más.
"Por si fuéramos pocos -recordaba- por la misma puerta apareció el maestro de Gordoa y también amigo Mauricio Rodríguez. Sin saber los motivos y sin atrevernos a preguntarlos, los dos maestros y yo nos vemos en un camión rumbo a Zalduendo, en cuyo Ayuntamiento pasamos a ser 22. Aquí, ni tan siquiera preguntarnos el nombre, recibimos inesperadas e inquietantes visitas de los alcaldes de la zona, que incrementan nuestras preocupaciones y malestar, rematadas por la del párroco que, aparentemente asustado, nos dejó peor al decirnos que nos iban a matar a todos, pero que habían intervenido los médicos, alcaldes y él mismo y que parecía que sólo matarían a algunos. Que a él no le culpara nunca, que se había puesto de rodillas pidiendo por nosotros y que lo lamentaba".
La tarde trascurrió lentamente, hasta que les comunicaron que a los maestros de Gordoa, Galarreta, Zalduendo y a Salinas mismo les iban a llevar a Vitoria. "Pareciera que alguien había puesto en marcha una macabra selección. Más tensión, angustia, zozobra, miedo... Zalduendo, Narvaja, Aspuru, Larrea, el patio y a las ocho de la tarde estamos esposados en el Centro Navarro de Vitoria, que hacía pocos días habían abierto los falangistas y requetés navarros para castigar con más dureza, pues se quejaban de que los alaveses no lo hacían bien", señalaba Pedro Salinas. El hombre de la guadaña parecía aproximarse sin tiempo de asimilar nada.
Dos horas pasaron en aquella difícil y complicada tesitura hasta que, a las diez de la noche, volvieron a los mismos coches negros que les habían llevado hasta allí y partieron en dirección a Navarra. En un primer momento creyeron que regresaban a casa, pero la sentencia estaba ya dictada. "Pregunté al chófer sobre nuestro destino y me contestó que primero a Olazagutia y que después no sabía. El ambiente era cada vez más irrespirable y el túnel más negro, así que decidí que al pasar por Salvatierra saltaría del coche en marcha para luego huir a la zona republicana, que por aquellos días andaba cerca".
Imposible. En Olazagutia tocó cambio de escolta, a excepción del jefe. El chófer entrante preguntó por el destino del convoy y le respondieron con el nombre "de algún monte". "Los nervios se alteraron -rememoraba-. Salimos y enseguida dejamos la carretera a Pamplona para iniciar la ascensión a Urbasa. Ya no hay ninguna duda. Nos van a matar... Pensé otra vez en arrojarme del coche. Imposible".
Una vez en Urbasa, llegaron el forcejeo y los golpes, ya que nadie quería bajar de los coches. "Uno me apuntó con su fusil y el otro le aconsejó que no tirara hasta que saliera porque el coche se iba a llenar de sangre como el día anterior".
En el último instante, intentó sobornarles. "Buena falta les hará a su mujer y a sus hijas", le respondieron. La orden de fuego sonó y, en ese preciso momento, Salinas empujó al jefe de los requetés, que cayó al suelo. "Salgo corriendo en la oscuridad. Me disparan. Don Mauricio grita "corran ustedes que yo no puedo, que me maten aquí". Tropiezo. Caigo al suelo. La oscuridad y algunas rocas me protegen, pero las balas silban. Me dan por muerto".
Desde su escondite, vio desplomarse a Bernardino, "dando un fuerte berrido de muerte". "Enseguida otro y otro más de Don Miguel y Don Mauricio. Salgo corriendo y aún puedo escuchar los tiros de gracia. Intentan hacer lo mismo conmigo, pero no me encuentran". Tres cuerpos quedaron tendidos en Urbasa. Mientras, Salinas, perdido y asustado, aguantó sin saber muy bien qué hacer. Pero sobrevivió. Los tres maestros republicanos perdieron sus vidas y la justicia que les pudiera corresponder quedó enterrada para siempre en la sima de Otxaportillo.