Vitoria. ¿Qué tal marcha la nueva etapa del Mugaritz?
Estamos muy contentos. Tuvimos una crisis tremenda pero nos sirvió para quitarnos parte de los complejos que nos habían acompañado desde el principio. Cuando procurábamos hacer algo trascendente, como quitar las cartas, pensábamos en cómo iba a reaccionar la clientela y pecábamos de demasiados contenidos. Cuando pasó lo que pasó, decidimos que se había acabado la tontería y nos lanzamos a hacer las cosas como creíamos que teníamos que hacerlas. Una de las consecuencias de esta reflexión ha sido que este año cerramos desde mediados de enero hasta mediados de abril para invertir ese tiempo en creatividad.
Es una tendencia generalizada en los restaurantes gastronómicos...
Sí, es cierto. Llevaba tiempo con ello en la cabeza. Para hacer cosas nuevas y hacerlas bien, hay que trabajar mucho y el día a día es tan absorbente que no te deja horas para poder hacer trabajo de taller. Estábamos nerviosos porque trabajar mucho no te asegura el acierto, pero ahora que estamos a punto de abrir estamos muy felices y convencidos de que el resultado va a ser brillante. Este año tenemos una carta... que ni soñada. Cosas francamente muy buenas.
¿Cómo es la cocina de las palabras?
Seguramente es consecuencia de lo que vivimos. Hace muchos años detectamos que nos llegaban clientes de todo el mundo, pero no para comer. Venían buscando una experiencia, un momento. Venían a ver cómo interpretábamos la gastronomía. El valor de la propuesta tenía que ver con el valor en sí mismo de la propuesta. Cuando te das cuenta de que el restaurante no es un comedero, comprendes que es un espacio para sentir. A partir de ahí cambia la mirada y empiezas a analizarlo todo. Nos ha ayudado mucho que gente de otros ámbitos del conocimiento nos hayan estimulado. Antonio Damaso, una eminencia en neurociencias, nos comentó que era fantástico lo que hacíamos en creatividad, pero subrayó que lo mejor era que volvíamos creativos a los comensales. Cuando todo trasciende lo que te han enseñado hasta ese momento, es cuando las palabras adquieren una dimensión distinta. En las palabras queda reflejado lo que eres y lo que quieres llegar a ser. Ese es el comienzo de tu pequeña revolución y por eso para mí son tan importantes las palabras.
¿Prefiere sorprender o provocar?
Sorprender. Uno de los ingredientes que no puede faltar en nuestra cocina es la imprevisibilidad. Nosotros tomamos de la mano a la gente que viene a vernos y les acompañamos en el viaje que van a hacer. Ponen a nuestra disposición cosas increíbles. Ponen su confianza para comer cosas que, seguramente, por iniciativa propia, no se les ocurriría comer. Y lo meten dentro de su cuerpo, lo cual es un gesto enorme de generosidad hacia nosotros. Entender que estamos en la frontera de la comunicación privada resulta muy seductor. La provocación me parece interesante en un momento dado para sobreestimular, pero por sí misma no me interesa.
¿Cada vez es más difícil sorprender?
Los límites están en las personas. Si echamos una mirada a la historia de la gastronomía, ese debate ocupa los 100 últimos años. Cada año parece que está todo hecho y que sólo quedan resquicios a los fuegos de artificio. A veces es verdad que intentando buscar algo se cae en esos fuegos de artificio, pero siempre surgen conceptos muy interesantes que modifican no sólo la perspectiva de la cocina, sino también de la propia alimentación.