nuestros ancestros atribuían los feroces caprichos meteorológicos, la llegada por sorpresa de la enfermedad o el ataque de los animales a fuerzas sobrenaturales. Y estaban convencidos de que sólo el cumplimiento exacto de determinados rituales garantizaba el buen orden de la vida. Sin embargo, llegó un momento en que esas tradiciones desaparecieron: porque el paso del tiempo las convirtió en supersticiones o porque fuerzas superiores, y no precisamente sobrenaturales, las prohibieron. En el caso del Carnaval de Ilarduia, Egino y Andoin, tres localidades de Asparrena, parece que la culpa la tuvo la revuelta situación política. En 1927, ceniceros, porreros, gordos y cubiertas salieron a la calle para espantar las desgracias sin imaginar que durante los siguientes 80 años la celebración no se repetiría. Un paréntesis tan largo como una vida, al que las nuevas generaciones decidieron poner punto y aparte con la recuperación de la fiesta en 2007. Desde entonces, ha ido acumulando adeptos. Todos quieren revivir el pasado mirando al futuro.

Ayer, quedó claro que los vecinos de este Carnaval a tres bandas disfrutan sumando fuerzas. A las cuatro de la tarde, la entrada de Ilarduia no era la de todos los días: personajes extraños, con antifaz, sombreros cónicos, cencerros, blusas vistosas o envueltos en sacos comenzaron a apiñarse en la plaza. Algunos miraban al cielo, pero nadie parecía estar realmente preocupado por la amenaza de lluvia. Lo que importaba era que la gente se mojara por la fiesta. Y así fue. Tras un goteo constante de disfraces, un cuarto de hora después la peculiar comitiva, formada por cerca de 80 personas, ya estaba preparada para iniciar el primer desfile de la tarde, el calienta-motores. "La gente está muy implicada, estamos muy contentos de que este Carnaval haya salido adelante", apuntó el porrero mayor de Andoin, uno de los jóvenes que promovió la recuperación del festejo. No fue fácil: el trabajo de documentación duró cinco años. "No teníamos testimonios gráficos. Sólo los relatos de las personas mayores que habían llegado a nuestra época. Gracias a ellas, hicimos dibujos, confeccionamos los trajes... Toda la ropa está hecha a mano por gente de los tres pueblos", explicó el joven mientras, como organizador de la chufla, encaminaba al grupo hacia una calle de la localidad. Era el momento del homenaje más sentido del día.

"Este pasado año falleció Feliciano Mendigutxia, con 90 años. Él nos ayudó a resucitar el Carnaval", recordó, José, vestido de cura, todo de negro, con rebeldes bigotes, feroces cejas y gafas redondas. Se acercó a la casa de la hija del difunto con un ramo de flores en nombre de la comitiva. Ella, en agradecimiento, les regaló setas y chorizo. ¡Cómo agradecieron el gesto los presentes! Las cubiertas, vestidos con pieles de oveja, comenzaron a saltar con entusiasmo haciendo sonar sus cencerros. Los blusas y los porreros, con su vestimenta multicolor, se sumaron al alboroto con gritos y enérgicas karrakas. Y los ceniceros aprovecharon la ocasión para purificar las almas -eso decían ellos- lanzando su aliño a diestro y siniestro. Empezaba la fiesta.

El grupo regresó sobre sus pasos para dar una vuelta por el pueblo y engordar su cesta con más alimentos. Cada uno de los integrantes clavó su papel, como poseidos por los espíritus de sus antepasados. El novio y la novia -intercambiados en sus papeles como manda toda fiesta desvergonzada- caminaron juntitos cual pareja de enamorados, los gordos mantuvieron el acelerado ritmo de los porreros pese a lo aparatoso del conjunto, el nonagenario hojalatero demostró que el paso del tiempo es relativo y el quincallero, el personaje que vendía un poco de todo y que iba de un pueblo a otro en burro, no perdió de vista al animal. El asno sufrió la papeleta de cargar toda la tarde con el malo de la película carnavalesca, el hombre de paja, el que encarna las desgracias del año. "Que las ha habido: muertes, enfermedades, accidentes... Aunque no nos podemos quejar", opinó Jon, mientras bañaba en ceniza al personal.

Cerca del punto de partida, la comitiva paró para echarse un baile. Y, al llegar de nuevo a la plaza de Ilarduia, los pintorescos personajes volvieron a rendirle tributo a la danza vasca -con más o menos fortuna-. El ejercicio calentó aún más los ánimos de los vecinos, que entonces se encaminaron a Egino. Allí les esperaba la segunda ronda, con un extra: los bueyes. Es decir, fortachones transformados en bueyes para tirar del carro desde el que el espantajo continuó su paseíllo. Al igual que antes, la música, los cencerros y las karrakas invadieron el pueblo, creando una alborotada nube de sonidos que hacía enloquecer cada vez más y más a los locos ceniceros. "Es mejor que el agua y la lejía, cómo purifica", proclamaban mientras condimentaban a todo el que se les ponía delante.

Para entonces ya se había hecho de noche, y quedaba lejos la comida de hermandad del mediodía. Así que la comitiva paró un rato para engatusar el paladar con un dulce menú: chocolate y torrijas. Participantes y vecinos se pusieron tibios y, solamente cuando ya no quedaba nada que rebañar, el grupo prosiguió con su ruta carnavalesca hacia la última y tercera etapa: Andoin, el ardiente destino del hombre de paja.

La ronda por las calles de la localidad comenzó a las ocho de la tarde. Esta vez, los vecinos sólo tenían una cosa en mente. Hacer justicia con el espantajo. No tuvieron que esperar mucho tiempo. Devorada por la fría noche, la comitiva celebró el juicio contra el hombre de paja. El veredicto: culpable de todos los males de Ilarduia, Egino y Andoin. La sentencia: el fuego, inmediato y eterno. Terrible final para el espantajo. Magnífica catarsis para los espectadores, que jalearon la aniquilación hasta quedarse sin aliento.