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50 aniversario de la muerte de Franco

Juan Carlos I: del “todo bien atado” al exilio en Abu Dabi

El próximo sábado se cumple medio siglo de la coronación del monarca nombrado por Franco como su sucesor, relevo que da inicio a la controvertida Transición democrática

Juan Carlos I: del “todo bien atado” al exilio en Abu DabiCongreso de los Diputados

"Todo ha quedado atado y bien atado”. Con esta lapidaria frase, pronunciada el 30 de diciembre de 1969 durante su discurso de Navidad, Francisco Franco se refería a una decisión adoptada unos meses antes que marcaría el futuro de aquella España que gobernaba con carácter vitalicio desde que derrocara tres décadas antes al régimen republicano. En julio de ese mismo año, las Cortes aprobaron, a propuesta del dictador, el nombramiento como su sucesor en la jefatura del Estado a título de rey de Juan Carlos de Borbón. El declarado por ese mismo decreto príncipe de España juraba entonces “fidelidad a los principios fundamentales del Movimiento Nacional” y aceptaba la herencia de la “legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936”, fatídica fecha de la sublevación militar que dio inicio de la Guerra Civil. Lo que, probablemente no imaginaba Franco es que, apenas seis años después de escucharse esas palabras, cuando tras su fallecimiento se materializaría el planificado relevo, aquel que en 1969 aseguraba que su “pulso” no temblaría “para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar” no tardaría un segundo en avalar el principio del fin del franquismo en aquello que se dio por llamar la “Transición democrática”.

Precisamente el próximo sábado se cumplen cincuenta años de la coronación de Juan Carlos I como rey de España, que restauraba la monarquía borbónica tras un largo paréntesis que arrancó con la proclamación de la Segunda República en 1931, a la que siguieron cuatro décadas de insoportable dictadura. Fue el 22 de noviembre de 1975 cuando juró su cargo, solo dos días del fallecimiento de Franco, a quien recordó “con respeto y gratitud” en un emocionado discurso en el que, no obstante, parecían asomarse tímidamente conceptos que invitaban a pensar en que algo podía estar cambiando. Así, apuntaba que “una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión”. Y, evocando al futuro Estado autonómico, hablaba de un “orden justo” que permitiría “reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España”. Son fundamentos que ratificaría tres años más tarde la Constitución aprobada en 1978.

Pactos de la Moncloa

Con una democracia aún en pañales, Adolfo Suárez quiso amalgamar fuerzas para que la criatura saliera adelante. Tras pulsar la opinión de los líderes de las dos principales fuerzas de la opinión -Felipe González por el PSOE y Santiago Carrillo por el PCE-, se trabajó en la confección de un consenso básico que aglutinara a las formaciones parlamentarias salientes de las recién celebradas primeras elecciones generales de 1977, así como a los sindicatos mayoritarios. Se acordó la implantación de derechos restringidos durante el franquismo, como los de reunión, expresión, asociación sindical y libertad de prensa, así como la despenalización del adulterio. El 25 de octubre de 1977 se firmaron los conocidos como Pactos de la Moncloa, que además del apoyo de los citados PSOE y PCE y de la UCD de Suárez tuvieron el refrendo de partidos como el PNV y Convergència i Unió, rubricado por Juan de Ajuriaguerra y Miquel Roca, respectivamente.

Son esos tres años los que ponen las bases de la Transición hacia la democracia, que no surge espontáneamente al calor de la desaparición física del dictador. No en vano, su brazo derecho en sus últimos años de existencia, Carlos Arias Navarro, se mantuvo como jefe de Gobierno en el primer Ejecutivo de la monarquía, constituido en diciembre de 1975. En aquel equipo de ministros se integraban personalidades que venían del franquismo pero que adquirirían una mayor relevancia política en la nueva etapa democrática, como Manuel Fraga, Leopoldo Calvo-Sotelo, Rodolfo Martín Villa -el único superviviente de aquel Gobierno- y, por encima de todos, Adolfo Suárez, figura clave sobre la que pivotó ese periodo histórico. 

Dimisión forzada

Arias Navarro, que había sucedido a Carrero Blanco tras la muerte de este en atentado de ETA, no duró mucho más en el cargo. Su adhesión al legado franquista y su tenaz resistencia a precipitar cambios chocaba de lleno con los deseos de apertura de una marea social que también respaldaban algunos de sus ministros más reformistas, con los que se alineó el nuevo rey. Es convención generalizada en la historiografía española de la época que fue el propio Juan Carlos I quien, en julio de 1976, le pidió la dimisión a Arias Navarro, máximo responsable gubernamental cuando se produjeron los sucesos de Vitoria en los que cinco obreros murieron a balazos en una salvaje acción represiva de la Policía Armada.

El monarca eligió como sustituto a Adolfo Suárez, con el que había entablado amistad en 1969, cuando el primero acaba de ser nombrado como sucesor de Franco y el segundo era gobernador civil de Segovia y jefe provincial del Movimiento Nacional, el mecanismo político en el que se integraban el único partido legal -Falange Española Tradicionalista y de las JONS-y el Sindicato Vertical. Siendo aún príncipe, Juan Carlos de Borbón apadrina la escalada política de Suárez, primero al cargo de director general de RTVE y posteriormente al de vicesecretario general del Movimiento. Precisamente su entrada en el primer Ejecutivo constituido a pocos días de la muerte de Franco fue en calidad de ministro del Movimiento.

Fernández-Miranda, presidiendo las Cortes.

Fernández-Miranda, el guionista en la sombra

Por detrás de los rostros más reconocibles que protagonizaron la Transición española, como los del rey Juan Carlos, Adolfo Suárez o los opositores Felipe González y Santiago Carrillo, hay otros que, más en la sombra, tuvieron una influencia decisiva en la configuración del nuevo sistema político. Entre ellos destaca el de Torcuato Fernández-Miranda, el constructor del puente que soportó el trayecto de la dictadura a la monarquía parlamentaria.

A finales de los 50, este asturiano había asumido el rol de profesor de Derecho Político y preceptor del por entonces príncipe Juan Carlos, con el que forjaría una estrecha relación. Pese a ser una figura independiente dentro del régimen franquista, fue designado como ministro-secretario general del Movimiento en 1969. Por aquella época, Fernández-Miranda ya visualizaba la necesidad futura de una homologación de España con el resto de países occidentales. Y en cuanto fallece el dictador, se pone manos a la obra. Desde su posición como presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, elabora la Ley para la Reforma Política, el instrumento del que se sirve para derogar las Leyes Fundamentales en las que se cimentaba el franquismo en un proceso que él mismo definió como “ir de la ley a la ley a través de la ley”. Con ello lograba implosionar el orden dictatorial desde dentro, en lo que él calificó como una “voladura controlada”, evitando vacíos legales, así como una ruptura traumática con el pasado que implicara la atribución de responsabilidades penales a quienes, cómo él, tuvieron una participación directa en un régimen tan cruel como el franquista. 

Para ejecutar el plan, Fernández-Miranda y Juan Carlos I se encargaron de mover los hilos para promocionar la figura del entonces desconocido Adolfo Suárez hasta la presidencia del Gobierno. El primero de ellos comparó la Transición con una obra del teatro en la que el rey era el empresario, Suárez el actor y el propio Fernández-Miranda el guionista. La figura entre bambalinas.

En pocos meses, culminaría su meteórica trayectoria al ser designado por el ya rey Juan Carlos para ocupar la presidencia del Gobierno tras la dimisión forzada de Arias Navarro. Aquel militante falangista fue el encargado de propiciar transformaciones poco antes inimaginables, como la aprobación la Ley de Reforma Política que eliminaba las estructuras políticas del franquismo y daba paso a la monarquía parlamentaria. O la legalización del Partido Comunista de España, que llegaba en abril de 1977, solo tres meses después de la matanza por ultraderechistas de cinco abogados laboralistas del propio PCE y de Comisiones Obreras en su despacho de la calle Atocha. 

Sanfermines de 1978

Y es que la violencia, a la que también contribuían los atentados de grupos como ETA o los Grapo, además de las acciones policiales como la citada de marzo de 1976 en Gasteiz o la de los Sanfermines de 1978 que acabó con la vida de Germán Rodríguez, hacía tambalear aquel embrionario proceso de transición amenazado también por el llamado búnker, formado por aquellos destacados dirigentes franquistas que se oponían rotundamente a los cambios que se estaban experimentando. El ruido de sables era una constante que desembocaría más tarde en intentonas golpistas como la Operación Galaxia en 1978 o la del 23 de febrero de 1981.

Ya como líder de Unión de Centro Democrático (UCD), Suárez se ratificaría como presidente del Gobierno tras la primeras elecciones democráticas en 40 años, las del 15 de junio de 1977, y las posteriores de 1979. Por el camino, se produjo la aprobación en diciembre de 1978 de la Constitución española, que fijaba las bases de aquella incipiente monarquía parlamentaria. De ella emanaba el Estado de las autonomías, que comenzó a desarrollarse con la aprobación de los Estatutos de Euskadi y Catalunya, tras el referéndum celebrado en ambos casos el 25 de octubre de 1979.

El golpe del 23-F

En 1981, Suárez presenta su dimisión y, durante la votación de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como su sustituto, el teniente coronel Antonio Tejero irrumpe, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados ejerciendo el célebre golpe del 23-F. Un episodio sobre el que, décadas después, planean dudas, especialmente sobre el papel ejercido por Juan Carlos I. Según la historiografía oficial, fue el encargado de frenar la sublevación. Para otros, fue un instigador que se descabalgó a última hora al ver que aquello no había cuajado. Para no pocos, todo se trató de una operación cosmética de reforzamiento de una monarquía que, por entonces, era vista con recelo por uno y otro bando.

El rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, bromeando.

Aquellos hechos agudizaron un desencuentro ya existente entre Suárez y el rey, quienes siguieron sus sendas por separado. El primero fundó el Centro Democrático y Social (CDS), partido que no tuvo gran influencia en la política española, la cual abandonaría en 1991. Por su parte, Juan Carlos I ejerció su reinado con menos sobresaltos, dedicándose también a otras correrías personales que años más tarde acabarían saliendo a la luz.

El final de la transición lo marca la victoria del PSOE en las elecciones generales de 1982. De este modo, los represaliados por el franquismo se hacían con las riendas del Gobierno. Una ilusión tras la que llegaría la pérdida de la inocencia, asociada a los problemas económicos, el desempleo, la corrupción y el terrorismo de Estado que marcó para siempre a aquel primer presidente socialista tras el franquismo, Felipe González, con la X de los GAL.  

Abdicación

Apenas tres meses después del fallecimiento de Adolfo Suárez, su compañero de viaje en la transición, Juan Carlos de Borbón, abdicaba en junio de 2014 en favor de Felipe, pasando así a ser rey emérito. En 2020, ante el aluvión de informaciones sobre su fortuna oculta en cuentas suizas y de origen más que oscuro, su propio hijo le despojó de la asignación presupuestaria que venía recibiendo de la Casa Real. Para eludir sus obligaciones con el fisco y no extender la sombra de la sospecha sobre el nuevo monarca, fijó su residencia en Abu Dabi y solo ha vuelto a pisar suelo español en contadas ocasiones. Felipe VI no le ha invitado a los actos del 50 aniversario de su coronación.

A sus 87 años, Juan Carlos I parece cerrar el círculo. En Reconciliación, el libro de sus memorias recientemente publicado, ensalza la figura de Franco, cuyo legado político prometió en su día defender y hacer perdurar. Un juramento que quebrantó al participar activamente, con el cadáver del dictador aún caliente, en la apertura democrática. Pero bien es cierto que la fidelidad nunca ha sido uno de los puntos fuertes del emérito. 

Exilio al principio y al final

Paradojas de la vida, aquel rey que nació en el exilio -vio la luz en Roma y luego vivió en Suiza y Portugal antes de instalarse definitivamente en Madrid- probablemente muera también en el exilio, víctima de su codicia desmesurada. Y distanciado de su hijo Felipe, como él también lo estuvo de su padre, Juan, quien no renunciaría definitivamente a sus derechos dinásticos, anulados por un Franco al que estaba crudamente enfrentado, hasta mayo de 1977. Aquello ocurrió año y medio después de la coronación de Juan Carlos I, su propio hijo, quien alteró la cadena sucesoria borbónica en detrimento de su progenitor al asumir la tutela de un tirano que, durante casi 40 años, hizo su voluntad a sangre y fuego.