“Es nuestra gran esperanza para refundar el centroderecha. Ojalá tenga éxito porque la situación de España y el mundo lo demanda”. Aquella profecía que soltó José María Aznar se ha desvanecido, hasta el punto de que el expresidente español y referente del partido, dicen, le abandonó a su suerte en la antesala de las elecciones en Castilla y León. Antes lo hizo Cayetana Álvarez de Toledo y ahora también Esperanza Aguirre, y tantos otros. A Pablo Casado se le ha terminado torciendo esa sonrisa con la que pretendía atraer a tantos votantes como madres le hubieran querido para sus hijas. La política no entiende solo de telegenias. Cuentan los votos, y las estrategias. Y la suya se ha adivinado como la menos adecuada.
En su elección como presidente del PP en 2018, con el 57,2% de sufragios, 451 más que Soraya Sáenz de Santamaría, proliferaban los selfis, los “me gusta” y los alardes de dentadura, antes de que se dejara barba, para recuperar la autoestima de los populares, enterrando los siete años de Mariano Rajoy en el despacho de La Moncloa y los 14 que el dirigente gallego estuvo en la presidencia del partido. Una semblanza de joven hiperactivo con un aire de conservadora modernidad, y que tenía a Isabel Díaz Ayuso como una de su cuadrilla. Nunca se sabe si optó por blanquear el populismo de Vox, con la ignominiosa foto de Colón, o si su discurso real era el que combatió a Santiago Abascal en la moción de censura a Pedro Sánchez, su dardo preferido, al que llamó “felón” y “traidor” entre otra veintena de descalificaciones. El “España se rompe” o se rinde, ya fuera ante ETA o ante Puigdemont, adornaba su discurso rancio mientras se le cruzaban de forma adversa las elecciones.
Cuando se pensaba que tenía las horas contadas por las sucesivas debacles, logró afianzarse con sus 66 diputados como líder de la oposición, gracias sobre todo a la inestimable ayuda de la mareante veleta naranja, que de bisagra pasó a muleta. Cuando pasó a 88 asientos en 2019 se le abrieron las puertas del futuro engulliendo a Ciudadanos.
“Quiero un PP más ampliado, más popular y menos partido, integrador, reconocible por moderado, responsable en la defensa de sus propias posiciones y del sistema que compartimos. (...) No hay posibilidad de sustituir al PP como cerebro, corazón y pulmón del centro derecha”. Bajo este guión, vendiéndose como un desarraigado del aparato, quería conducir Casado a sus correligionarios a la tierra prometida, a desbancar al sanchismo, mientras bloqueaba la renovación de las principales instituciones del Estado, ansioso por “gobernar para la España de los balcones y las banderas” y recuperar los valores de la familia y la vida.
Tampoco él ha escapado de los escándalos durante este tiempo. Su tono agresivo con los adversarios ha contrastado con el silencio que llevó por bandera a la hora de tratar polémicas que le afectaron de manera personal. Las dudas sobre su currículum y al cuestionado máster en Harvard/Aravaca nunca han dejado de planear sobre su cabeza. La historia se ha repetido y ha sido una pugna interna la que le ha separado del poder, de una presidencia que no ha ocupado ni cuatro años. Los mismos mentores de los que siempre presumía han acabado enseñándole la puerta de salida. No basta con tener una cara bonita.
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