sabel Díaz Ayuso es una gobernante limitada. No es noticia, pero es una verdad preocupante en los tiempos que corren. Sobre todo para los madrileños instalados en el caos y la incertidumbre y para el PP por la imagen de una sus dirigentes estrella. Aquella periodista de verbo mordaz, capaz de enmudecer en dos segundos a toda una presentadora incisiva, estereotipo selecto de tertuliana agresiva fiel al argumentario partidista deslumbró el alma derechista de Pablo Casado. Era entonces cuando el novel presidente del PP buscaba incisivos doberman contra la tropa de independentistas y comunistas que habían investido al presidente Sánchez. Pocos meses después, la cruda realidad desnuda fatídicamente a una aguerrida presidenta aupada por los compañeros de la plaza de Colón, atrapada por las contradicciones de un gobierno de coalición mal avenido, aturullada por la responsabilidad propia de una comunidad más importante que varios ministerios y, sobre todo, desbordada por la eclosión de una pandemia imparable de efectos sociales, económicos, sanitarios y de imagen incalculables. Aquellas bravatas desafiantes contra el Gobierno central en el primer confinamiento, como estandarte de una lideresa de oposición, quedan ahora marchitadas por el efecto boomerang de su socorrida petición de auxilio ante el desvarío generado por tan caótica gestión sanitaria.
La alarmante incapacidad de la Comunidad de Madrid ante la segunda oleada del coronavirus vapulea las aspiraciones de la derecha como alternativa seria de poder. Sus incansables guerrillas internas, adornadas de inclasificables memes y zancadillas, son una broma comparadas con el deplorable carajal de su desconcertante gestión sanitaria. Una inquietante perplejidad se ha apoderado en los últimos días de domicilios, colegios, negocios y viandantes mientras crecen sin parar los contagios y la parálisis económica va tomando cuerpo. Los empresarios no pueden imaginarse a Díaz Ayuso a los mandos de una compañía privada ni siquiera familiar. Tampoco los trabajadores. El PP tiene un serio problema. El indudable acierto gestor del alcalde de Madrid no cubre el profundo descosido de la comunidad más importante de España, llamada a convertirse hace un año en la punta de lanza para desestabilizar al Gobierno español. Solo les salva que el PSOE no se atreve a hacer sangre porque Ángel Gabilondo es un racional humanista que prefiere superar la pandemia antes que propiciar una moción de censura. Otra cosa es Sánchez.
La calculada intención de acudir a la Puerta del Sol a reunirse con Ayuso es mucho más que un golpe de efecto protocolario después de un absurdo intercambio de epístolas en los tiempos del whatsapp. Ayuso, léase PP y Ciudadanos, pide árnica a su odiado presidente porque les devora el alcance de una cruda realidad, más allá de restringir con urgencia 37 zonas. Con la foto del próximo lunes, Sánchez devorará a su enemiga más rebelde. Lo hará con la magnanimidad propia de un gobernante responsable y comprometido, pero también con la satisfacción política interna de haber humillado sin alharacas la manifiesta ineptitud de quien es considerada de momento como el estandarte institucional más reconocido de su maltrecha oposición.
Madrid preocupa porque proyecta en sí misma la imagen internacional del país. Y no es nada recomendable.
Se trata de una fotografía que debilita hasta límites insospechados un amago de esperanza porque desbarata los planes de rehabilitación turística y empresarial, ahuyenta aún más la inversión agazapada desde marzo y siembra la zozobra sobre el futuro más inmediato. Un entorno al que contribuye la manifiesta incapacidad de una clase política enfangada en los reproches mutuos de corrupción entre Kitchen y ERE, un afán partidista proclive al enfrentamiento permanente, un clima endemoniado por las cuentas pendientes de la guerra civil y una ausencia descarada por compartir la búsqueda de acuerdos y soluciones en favor del empleo, la reconstrucción económica y la mejora del bienestar social.
Una incapacidad similar al del independentismo catalán cuando se trata de armonizar una gestión que priorice las necesidades vitales del ciudadano sobre las aspiraciones identitarias. El patetismo de Quim Torra desmoraliza a la sensatez. Su última entrega de victimismo ante los jueces y su renuencia a convocar unas imprescindibles elecciones mientras la pandemia cabalga requieren de un tratamiento democrático. A ver quién es capaz.