a asistencia del lehendakari al encuentro de San Millán de la Cogolla tiene un significado político profundo.
Nos puede gustar más o menos la agenda o la preparación del evento, pero se trataba de un encuentro entre el presidente del Gobierno y los presidentes autonómicos, con la presencia añadida del jefe del Estado, al que, en principio, quien trabaja con lealtad interinstitucional debe acudir de buena fe, salvo que haya razones poderosísimas para no hacerlo y se disponga de un plan inteligente, posibilista y útil detrás de esas buenas razones.
No asistir era una descortesía política grave que habría conllevado consecuencias negativas. Nadie lo quería. El pulso de Urkullu era por tanto una extrema y arriesgada muestra de descontento y desconfianza de un lehendakari poco dado a los desaires gratuitos y más dispuesto siempre a buscar entendimientos discretos que a manifestar disensos públicos.
España tiene cinco haciendas y cinco sistemas político-financieros que requieren una coordinación que no es jerárquica: esto no es una ilusión o una pretensión nacionalista o foralista, sino un hecho bien imbricado en el bloque de constitucionalidad y avalado por la jurisprudencia española y europea. Además este sistema es un principio político que une a los vascos de diferentes ideologías e identidades nacionales. La bilateralidad es la esencia de la constitución material de los vascos y la clave del arco que sostiene nuestra participación en el proyecto común del Estado. Y es lo que estaba en juego. No se trataba de un reparto económico (que hay que pelear, claro está), ni sólo de ampliar el margen de deuda (siendo esto central ahora mismo), sino de algo de mayor enjundia aún: la reivindicación de nuestra constitución material, del pacto que define la identidad política vasca contemporánea. Solo en ese marco podía entenderse el feo que habría supuesto, en caso de no darse un acuerdo serio, la inasistencia: porque es desde la bilateralidad que podemos participar leal y constructivamente en los retos del conjunto del Estado.
A veces los órdagos en política y en la vida son necesarios. Eso sí, hay que administrarlos con cuentagotas, solo cuando el resto de opciones han sido exploradas sin fruto, y hay que plantearlos en el momento, con la intensidad y con la intención adecuada. Un órdago inteligente en política debe producir un cambio, una reacción, un movimiento en el que la posición cambie a mejor. Pero el símil del órdago es malo. Aquí no estamos ante una partida de mus en que una pareja se lleva la txapela y la otra se vuelve a casa con la cabeza gacha hasta el próximo campeonato. Estamos ante un reto político y económico de dimensiones desconocidas para el que el acuerdo a largo plazo es necesario. La incomparecencia a los espacios de encuentro, diálogo o decisión puede resultar en muy contadas ocasiones tácticamente útil, pero con mucha mayor frecuencia es la presencia activa e inteligente lo que permite descubrir las oportunidades, construir las alianzas y las confianzas, y finalmente obtener resultados.
Era un envite duro el del lehendakari. Al forzar la situación ha conseguido no solo un acuerdo importantísimo, sino que ha logrado transmitir el mensaje de que el sistema foral de gobernanza compleja requiere de interlocuciones adicionales y criterios propios, de que la realidad diferenciada de medidas adaptadas y rápidas de mutua lealtad, de diálogo fluido y de acuerdos que se cumplen. Todas las partes de este sistema complejo debemos estar a la altura.