La cita electoral más anómala de los últimos años en Euskadi se ha traducido en un rotundo triunfo del PNV, depositario de la confianza mayoritaria de la sociedad vasca para liderar el rescate socioeconómico necesario en la próxima legislatura tras un año convulso y en muchos hogares incluso trágico por el impacto de la pandemia de covid-19. Los jeltzales alcanzan un respaldo mayoritario en porcentaje de voto -que roza el 40%- y representación parlamentaria -con 31 escaños- y reciben el refrendo a su gestión al frente del gobierno compartido con el PSE merced a un crecimiento de tres escaños que abren la puerta a repetir un acuerdo que se traduciría en una mayoría absoluta sinónimo de la estabilidad que la ciudadanía vasca ha considerado un valor imprescindible para afrontar el futuro.
El resultado salido de las urnas dibuja un desplome generalizado del voto de los partidos de ámbito estatal del que solo se salva el PSE, que sumaría un escaño más, y en el que Elkarrekin Podemos recibe el mayor castigo, con cinco escaños menos. Se constata el fracaso de la coalición PP-Ciudadanos, que se ha traducido en una pérdida de representación de los populares. La estrategia de campaña, los discursos tremendistas rescatados de un pasado peor por su candidato a lehendakari y la configuración de las candidaturas de la coalición de la derecha han abierto la puerta de la Cámara vasca a dos fuerzas que nunca habían sido capaces de entrar por sí mismas: Ciudadanos y Vox.
Las votaciones han definido además una polarización nítida entre el liderazgo del PNV y la concentración del voto alternativo de izquierda de la que se alimenta EH Bildu como líder absoluto de la oposición al absorber el desplome de Elkarrekin Podemos. La coalición abertzale se erige como la alternativa electoral a los jeltzales precisamente con el discurso y la estrategia de diálogo y negociación en Madrid más asimilable al que han mantenido históricamente en las filas del PNV. Mensajes como la bilateralidad, la confederación y estrategias de visibilidad mediante acuerdos con el PSOE en el Congreso han sustituido al señalamiento de los socialistas y el reproche al PNV por aplicar esos planteamientos.
La EH Bildu que se refuerza como segunda fuerza política en Euskadi se mantiene a una distancia de diez escaños del liderazgo jeltzale y por el camino han quedado sus fórmulas de la unilateralidad hacia la independencia que hasta hace bien poco eran el eje de su oferta electoral. De esta experiencia sería bueno que Euskadi ganara una fuerza posibilista, dispuesta a la interlocución sin retórica y en favor del bienestar de la ciudadanía.
Pero, al margen del reparto de escaños, hay un protagonismo evidente al que hay que atender y que es la abstención, un fenómeno que apela al conjunto de la clase política. Era previsible anticipar una caída del voto en un porcentaje muy elevado por los condicionantes que rodeaban esta convocatoria. Con el mes de julio entrado, el proceso de confinamiento y la percepción social de riesgo acumulada durante los últimos meses se añadía además la fatiga propia de haber acudido a las urnas sistemáticamente en el plazo de quince meses nada menos que para elegir ayuntamientos y Juntas Generales, Parlamento Europeo y dos veces más -abril y noviembre de 2019- por la fallida legislatura española.
En ese entorno, las elecciones vascas han pagado el precio de la insuficiente movilización que se materializa en la entrada de la ultraderecha de Vox en el Parlamento de Gasteiz. Un desistimiento en el que también impacta la incapacidad proyectada por la política del Estado de crear un entorno institucional estable que solo podría surgir de la voluntad de diálogo. Un espíritu que en Euskadi deberá propiciar espacios de encuentro con independencia de que el resultado anime a los partidos a la comodidad de asumir roles estables de gobierno y oposición. Los retos políticos, sociales y económicos son de tal magnitud que requieren compromisos compartidos.