as elecciones vascas se celebrarán el 12 de julio. Por fin. O quizá no, porque el decreto firmado por el lehendakari previene atrasarlas a septiembre u octubre si en la fecha fijada no se dieran garantías sanitarias. Una convocatoria polémica, teniendo en cuenta la predisposición al desacuerdo que abunda en el actual ejercicio de la política. Cargó el lehendakari con la crítica de la fecha por precipitada, como la hubiera cargado si aplazase la convocatoria por excesivamente demorada. Una vez determinada la fecha, la polémica persiste ahora por el desacuerdo en la duración de la campaña, que los partidos del Gobierno pretenden reducir a una semana para adecuarla a la actual situación anómala, mientras que la oposición exige que tenga lugar una campaña al uso, quince días con sus actos electorales. En cualquier caso, si se mantienen como se debe las limitaciones sanitarias relativas a distancias y concentraciones, difícilmente podría hablarse de una campaña normal.
Dejando de lado las ya habituales confrontaciones entre los que gobiernan y los que se oponen, lo cierto es que el resultado de las elecciones es a día de hoy una de las más excepcionales incógnitas en una jornada electoral atípica. Que se sepa, aún no se han elaborado encuestas que hayan llegado a conocimiento del público y lo único en que parecen estar de acuerdo los politólogos es que se espera una abstención muy por encima de la habitual. Y en este caso, es muy difícil adivinar a quién beneficiaría.
Es lógico elucubrar que si en su día el lehendakari decidió adelantar las elecciones al 5 de abril consideraría que, además de razones legales y prácticas, podría deducirse para su partido alguna oportunidad favorable. Pero esa eventual ventaja, tres meses y una pandemia después, ha resultado limitada por el desgaste derivado de la gestión de una situación endiablada en la que no han faltado incertidumbres, improvisaciones y contradicciones. El tiempo y el covid-19 han podido causar un deterioro no previsto al partido del lehendakari, que ya venía arrastrando el desgaste del derrumbamiento del vertedero de Zaldibar manejado por la oposición como arma electoral arrojadiza. Queda, por tanto, en el aire cualquier pronóstico favorable de salida al partido convocante.
Pero tampoco la oposición, concretada en este caso por EH Bildu y Elkarrekin Podemos (EP), está en disposición de albergar demasiados optimismos. Al desgaste normal de los muchos años a la contra hay que sumar en este caso la dificultad de centrar la crítica en la gestión de la pandemia, que a pesar de titubeos y contradicciones parece haber resultado acertada. Dejando de lado al Partido Popular y su oposición errática como partido y candidato casi marginales, queda también más que en el aire la posibilidad de una hipotética alternativa “de izquierda” barajada reiteradamente por EH Bildu y EP, a la espera de agregar a un PSE que no parece tener ninguna intención de sumarse a esa alternativa.
El tiempo transcurrido, la excepcionalidad sanitaria, económica y social y el hartazgo del electorado, ha afectado también hasta el desgaste a un partido como EP, el de las infinitas escisiones, con una candidata principiante cuya única obsesión parece ser desalojar del poder al PNV, al frente de un partido enmarañado en cuadrar sus estrategias aquí y en Madrid.
Desgaste del que no se libra EH Bildu, que asume su papel de alternativa desde el casi imposible equilibrio de ir a la contra aquí y a favor allá, que encara esta campaña desde la dificultad de utilizar la calle en movilizaciones, una de sus fortalezas habituales. Habrá que ver hasta qué punto rentabiliza el fugaz triunfo del acuerdo que el PSOE no dio por bueno para la derogación de la reforma laboral, éxito que lamentablemente coincidió en el tiempo con el hostigamiento que le viene por su izquierda, ese “Sortu errudun” que ha dejado sin aliento a muchos de sus incondicionales.
En fin, que nos esperan unas elecciones atípicas en las que todo parece más incierto que nunca.