i en sus peores presagios hubiera esperado Pedro Sánchez que su Gobierno, parido con fórceps, hubiera tenido que afrontar semejante problemón. Los partidos políticos, cuando tienen aspiración de poder, suelen llegar a él eufóricos, decididos y hasta con un punto de arrogancia. A fin de cuentas, es el objetivo de cuantas fuerzas se presentan a las elecciones. Cuando Pedro Sánchez sacó adelante con Pablo Iglesias y el apoyo variopinto de progresistas y nacionalistas un ejecutivo bipartito, era consciente de su fragilidad y sabía que se enfrentaba con una oposición implacable, agotadora, que no iba a dejarle resquicio para gobernar con sosiego. Pero lo que no sospechaba era que le iba a tocar gestionar un drama para el cual ni él ni nadie estaba preparado; en expresión coloquial, un inmenso marrón que ningún gobernante pudiera prever.
La pandemia del coronavirus ya nos cogió crispados. La derecha de siempre, azuzada por un fascismo rampante y crecido, no perdonó a Sánchez que le desalojara del poder y envileció las relaciones políticas entorpeciendo desde el primer momento cualquier iniciativa, fuera cual fuere. Las sesiones parlamentarias fueron un ejemplo de resentimiento y de violencia verbal, pero eso estaba dentro der lo previsto. No obstante, el bipartito, incoherente, titubeante y en minoría, parecía ir afianzándose hasta que ocurrió la catástrofe y el ejercicio del poder tuvo que afrontar lo inesperado, lo desconocido, lo desolador. Nunca fue tan complicado, tan comprometido, asumir la responsabilidad de gobierno en un mundo asolado por el covid-19, ese virus del que solo se conocía y se conoce su insólita capacidad de contagio y su violenta letalidad.
A juzgar por la virulencia de los ataques mediáticos y el torrente de injurias que corre por las redes, el Gobierno de Pedro Sánchez no tiene ni idea de cómo gestionar la pandemia, no está dando una a derechas, se equivoca, se contradice, improvisa, impone, relaja, aprieta y hasta miente. Un mínimo ejercicio de imparcialidad debería reconocer que este Gobierno se ha visto obligado a sujetar la patata caliente, a hacerse cargo de un asunto para el que no había manual de instrucciones, a frenar de la mejor manera posible un ciclón epidémico que colapsó los servicios sanitarios dejando un reguero de muertos allá por donde iba pasando.
Ni este Gobierno ni ningún otro de nuestro entorno occidental estaba preparado para un cataclismo como éste. Ni se sabía cómo afrontarlo ni se sabe cómo salir de él, sin embargo no nos queda otra que fiarnos de sus instrucciones por más radicales que sean, por más contradictorias que resulten, por más arriesgadas que parezcan. En un momento tan dramático y tan inesperado como la pandemia que nos vino encima, es fundamental confiar en que quienes lo gestionan lo hacen de la mejor manera que pueden, ya sea desde el poder central, ya sea desde el autonómico.
Un Gobierno en minoría, en este caso los tres que nos afectan (Madrid, Gasteiz e Iruñea), no puede afrontar esta situación en soledad. Es demasiado grave para hacerlo solos. Por ello resulta aún más desolador comprobar el comportamiento de una oposición que actúa como perro del hortelano, una oposición sabedora de que no va a recuperar el poder pero que se dedica a rechazar cada uno de los pasos, cada una de las decisiones del Gobierno, sin ninguna aportación porque tampoco tiene nada que aportar ni tiene idea de qué debería hacerse. Todo vale —y cuantos más muertos mejor—para desgastar al Gobierno hasta que, exhausto, caiga por sí solo.
Lo que espera a los tres gobiernos que nos conciernen es la gestión de una situación endiablada con unos retos pendientes tan pavorosos como imprevisibles en lo sanitario, en lo económico y en lo social, un nuevo modelo de sociedad para el que será precisa una enorme capacidad de improvisación, una actualización de los conocimientos y muy posiblemente una amplia disposición al sacrificio. Nada que ver con la erótica del poder, ni con la complacencia de la victoria política.
En este contexto, es lógico pensar que la oposición sienta un no confesado alivio por librarse de la responsabilidad de afrontar este rumbo a lo desconocido. Lo único que debería esperarse de ella es que no estorbe, que no ponga palos en las ruedas y, en lo posible, arrime el hombro. Pero no va a ser así.