o pocos se preguntaban hasta el miércoles dónde paraba Felipe VI cuando los ciudadanos a los que representa estaban y permanecen sumidos en un estado de pánico declarada la alerta sanitaria por el coronavirus, y más cuando tras el referéndum del 1-O de 2017 apenas tardó 48 horas en irrumpir para lanzar advertencias hacia Catalunya en aras de la unidad patriótica. Aprovechando el desconcierto y como tratando de que pasara de soslayo, el monarca español preparaba cómo anunciar que renunciaba a la herencia de su padre, Juan Carlos I, “así como a cualquier activo, inversión o estructura financiera cuyo origen, características o finalidad puedan no estar en consonancia con la legalidad y los criterios de rectitud e integridad que rigen su actividad institucional y privada”. O lo que es igual, reconocía implícitamente que el rey emérito ha manejado fondos opacos, tras unas informaciones que conocía desde hace un año. En verdad, ese rechazo no es posible jurídicamente, como señala el artículo 991 del Código Civil, porque además qué mayor herencia que el trono que su progenitor recogió de manos del dictador Francisco Franco, pero lo importante del movimiento es que termina de sepultar la imagen gestada por las instituciones del Estado de la Corona española en aras de mantener pulcra la llamada Transición.
Felipe de Borbón ha retirado a su padre la asignación, cercana a los 200.000 euros anuales, que cobraba de los presupuestos de la Casa Real y aduce que desconocía su designación como beneficiario, en el caso del fallecimiento de Juan Carlos I, de los fondos de la Fundación Zagatka, que controla su pariente Álvaro de Orleans, ni de la Fundación Lucum, que la fiscalía de Suiza atribuye al rey emérito, cuyo nombre aparece vinculado por lo menos a una donación de 65 millones de euros realizada por el monarca de Arabia Saudí, Abdullah bin Adbul Aziz Al Saud. El nombre de estas fundaciones aparece en la investigación helvética a raíz de unas informaciones en las que se hacía referencia a una conversación entre la empresaria alemana Corinna Larsen, a quien ya se relacionó sentimentalmente con Juan Carlos I, y el excomisario de Policía, ahora encarcelado, José Manuel Villarejo, en la que la primera aseguraría que el rey habría recibido comisiones por intermediación en las adjudicaciones del AVE a La Meca. Los delitos que se examinan son los de corrupción en transacciones internacionales y blanqueo de capitales a expensas de si el ministerio público presentará querella, mientras los principales partidos (PSOE, PP y Vox) se oponen a poner la lupa sobre este asunto en aras de una cuestionada inviolabilidad del rey emérito sobre la que los juristas no se ponen de acuerdo.
La relación entre padre e hijo, y del primero de ellos con otros miembros de su familia, incluida su esposa Sofía, con quien al parecer lleva vidas separadas aunque nunca se haya querido oficializar esa ruptura, ha sido siempre compleja. Cuentan que la personalidad de Juan Carlos I, marcada por la irreal dificultad económica del exilio de sus progenitores, propició su afán por el hedonismo y el dinero, y las trabas que puso durante su noviazgo con Eva Sanum a Felipe VI, que cedió con la condición de que se cesara a quien era jefe de la Casa Real, Fernando Almansa, a quien el entonces príncipe consideraba brazo ejecutor de la campaña de desprestigio. De hecho, Letizia Ortiz, periodista, divorciada y de un entorno nada afín a la realeza, tampoco fue del agrado del monarca. Pese a que no se opuso abiertamente esta vez, nunca tuvo química con su nuera, con quien su relación nunca pasó de lo estrictamente protocolario.
El Gobierno, entonces liderado por Mariano Rajoy, aunque con el trabajo en la sombra del socialista Alfredo Pérez Rubalcaba, y Zarzuela anunciaron la abdicación de Juan Carlos I el 2 de junio de 2014, haciéndose efectiva el día 18 de ese mes, en el epicentro de una grave crisis reputacional para la Corona azuzada por la instrucción judicial del caso Noós por el que acabaría condenado y en prisión Iñaki Urdangarín, marido de la infanta Cristina, que se sentó en el banquillo pero terminó siendo exonerada. La imagen de la monarquía había caído a mínimos históricos. De acuerdo al CIS de abril de 2013, los españoles valoraban a la institución con un 3,68 sobre 10, muy lejos del 7,48 que había registrado en noviembre de 1995. El relevo pretendía mantener a flote una institución a la que muchos exigían ya que pasara por la criba del referéndum. “La ley es igual para todos”, tuvo que pronunciar en el dicurso de Nochebuena de 2011 respecto a quienes no actúen con la debida ejemplaridad. Tras apartarse, se aprobaron medidas para impulsar la transparencia, un nuevo código de conducta que prohibía, por ejemplo, los regalos que excediesen lo institucional o la mera cortesía; y se impuso un discurso en favor de la austeridad, la independencia judicial y la lucha contra la corrupción.
El papel de Juan Carlos I en la agenda oficial pasó a un discreto segundo plano, participando en estos seis años en eventos deportivos, alguna toma de posesión en Latinoamérica, actos benéficos, representación en corridas de toros o inauguraciones académicas. De hecho, en 2017, fue el gran ausente del acto que conmemoró en el Congreso el 40 aniversario de las primeras elecciones democráticas tras la dictadura. Y él filtró su enfado: “Han ido hasta las nietas de La Pasionaria y a mí que fui el conductor del camión de la Transición se me excluye”, comentó indignado. Pero su figura ya quedó tocada en la madrugada del 13 de abril de 2012 cuando se rompió la cadera cazando elefantes en Botsuana y se destapó su “amistad entrañable” con Corinna zu Sayn-Wittgenstein, Corinna Larsen. No sonó convicente su “lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a suceder”, que dijo en dependencias del Hospital USP San José. Se abrió la caja de Pandora.
Estallaba el silencio que envolvía la vida privada de Juan Carlos I al entenderse que era asunto de Estado. A la empresaria alemana, princesa serenísima -título heredado tras su matrimonio, el segundo, con el príncipe Casimir-se la había visto en varios actos públicos a los que también asistió el rey. En paralelo, el empresario Diego Torres trataba de demostrar la implicación de Urdangarin en los actos delictivos que se le imputaban. Y amenazaba con un incendio: los correos que, según él, reflejaban la relación más allá de lo profesional entre Corinna y el yerno del rey. “Traté de encontrar a Iñaki un empleo compatible con su posición”, se defendió ella. Juan Carlos I, ya con 75 años, había vuelto a pasar por los quirófanos en septiembre de 2013. Esta vez la cadera izquierda. Algunas de sus lesiones se habían producido en la nieve, accidentes derivados de su pasión por el esquí; las últimas dolencias, no obstante, estaban relacionadas con achaques o con las prótesis que se le implantaron a lo largo de su extenso historial clínico. En la Pascua Militar de 2014 encontró dificultades superlativas para leer su discurso y volvió a encender el debate sobre su estado de salud. Fue su último gran acto público. Acostumbra, no obstante, a responder con un “estoy bien” cuando se le interpela por ello, añadiendo un chascarrillo sobre las averías de sus “tornillos”.
Posteriormente, en julio de 2018, la difusión de unas grabaciones de Corinna acusándolo ante Villarejo de tener cuentas secretas en Suiza y utilizarla como testaferro desataron un escándalo, aunque el juez de la Audiencia Nacional Diego de Egea archivó la pieza. Retirado de la vida pública meses después del 40 aniversario de la Constitución, la última bomba estalló la noche del pasado domingo 15, disparándose las alarmas en plena crisis del covid-19, aunque se muestra dispuesto a batallar en los tribunales. Hasta la fecha, tanto el PP como el PSOE han aludido a una supuesta inviolabilidad completa de todos los actos de Juan Carlos I mientras fue monarca, salvaguardándolo de peticiones, consideradas inasumibles, como por ejemplo investigar sus negocios en una comisión parlamentaria creada ex profeso. Una posición que además divide a los socios de gobierno. Génova y Ferraz se aferran al informe que los letrados del Congreso presentaron cuando las formaciones de izquierda plantearon la necesidad de hurgar en los negocios del rey emérito, y que aludía al artículo 56.3 de la Constitución: “La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65.2”. Nadie discute que el monarca, mientras ocupa la Jefatura del Estado, es inviolable tanto en su actividad institucional, que siempre está refrendada por un miembro del Gobierno, como en la privada.
Las dudas surgen, no obstante, respecto a los actos privados realizados durante el reinado una vez que el monarca ya ha abdicado. A día de hoy sigue disfrutando del aforamiento regulado tras su abdicación por el Ejecutivo de Rajoy. Ello solamente implica que en caso de tener que responder ante la Justicia lo hará ante el Tribunal Supremo. Pero un buen número de juristas mantiene que la inviolabilidad tiene fecha de caducidad y no puede amparar ya conductas privadas reprobables argumentando que es un atributo inherente al monarca para protegerlo como Jefe del Estado. Y que, una vez perdida esa condición, únicamente queda la persona privada responsable de sus actos, tanto los pertenecientes al pasado, como los presentes y futuros. Pero nada libra ya a Juan Carlos I de su caída a los infiernos.
Su cadera rota cazando elefantes en Botsuana aireó su relación con la princesa Corinna, clave al destapar su presunta conducta delictiva
El futuro judicial del rey emérito depende de si se le puede investigar después de su abdicación o si goza de inviolabilidad