la reciente publicación de un libro que contiene once relatos plurales ayuda a entender lo vivido durante más de 50 años y sus consecuencias en nuestra sociedad actual. Permite reflexionar desde una dimensión o perspectiva político-filosófica acerca de lo que supuso la extorsión, el chantaje, la estigmatización, la demonización, el amedrentamiento, la amenaza y el asesinato que ETA proyectó sobre el empresariado vasco.

Tratar de comprender, de entender el mal, analizar la causa del daño generado, sea por la violencia terrorista de ETA, sea por el infame terrorismo de Estado, sea por abusos policiales o por las torturas no supone justificar tales vulneraciones de derechos fundamentales sino tratar de evitar que se reproduzcan y lograr que la paz sin violencia sea irreversible. La base ética de mínimos, la premisa para alcanzar ese objetivo pasa por reconocer, sin ambages, que amenazar, chantajear, amedrentar y por supuesto atentar contra la vida o la integridad física de cualquier persona es, ha sido y será, sencillamente, inadmisible, insoportable e injustificable.

La apelación a la épica revolucionaria, a la construcción nacional, al logro de la discontinuidad histórica de la independencia mediante el eufemismo conceptual de “lucha armada” decae, se desmorona de forma abrupta cuando analizamos la permanente e insoportable extorsión al empresariado vasco por parte de ETA: esa presión no fue más que pura mafia revestida de un relato intitulado como “impuesto revolucionario”, un término revelador del oxímoron que supuso esa macabra contradicción in terminis concebida para dar rienda suelta al supuesto glamour revolucionario de su bárbara e inadmisible violencia.

El civismo fiscal, el cumplimiento de las obligaciones fiscales es justp lo contrario a todo lo que representó ETA: es muestra de decencia, de solidaridad social, de la voluntad de construir una sociedad más justa mediante la redistribución de la riqueza social y la prestación de servicios públicos de calidad.

Soportar de forma tan injusta la identificación del concepto de impuesto con el brutal y mafioso chantaje de ETA cuyo destino era nutrir de fondos a la maquinaria de terror y de muerte; escuchar en las calles de nuestros pueblos y ciudades lemas tan brutales e infames como “Aldaia, calla y paga”; aguantar las miradas de odio por el mero hecho de protestar en silencio en nuestras calles ante tal atentado a la libertad, a la dignidad, a la vida de empresarios-ciudadanos como nosotros, puestos en el centro de la diana solo por gestionar su empresa. Todo ello fue muy duro, insoportable para vivir y convivir.

Mucho más tuvo que serlo para quienes en la soledad de su hogar y por el solo hecho de regentar una empresa (igual daba que fuera un pequeño taller, una tienda o un despacho, todo sumaba para esa cínica “contribución al pueblo”) se debatían vitalmente entre el temor, la angustia, la duda de si seguir aquí, entre nosotros, o irse, huir de la barbarie para sobrevivir, para dejar de sufrir ese terrible acoso diario.

Los suyos, la familia, las amistades, los más cercanos a los empresarios también resultaron estigmatizados ante la recepción de la misiva anunciadora de que ETA acechaba su vida, su dignidad, su persona y sus bienes imponiendo tal brutal chantaje en nombre de un pueblo al que afirmaban representar y del que, nos decían, provenía su legitimidad.

Ni siquiera entonces creíamos en la existencia de dos comunidades enfrentadas: nunca existió tal dualidad, no hubo dos bandos en guerra; lo que sufrimos fue consecuencia de que una parte de nuestra sociedad vasca abrazó el camino de la violencia y de la barbarie como medida de acción política y hubo además quienes dentro de esta misma y única sociedad vasca secundaron y alentaron esa brutal vía.

La reconciliación supone reposición de unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo han hecho.

No puede aceptarse la simetría. Todos tenemos la misma obligación pero no todos tenemos que hacer el mismo recorrido. Se trata de recuperar para la convivencia democrática a quien no fue capaz entonces de entender que la violencia carecía justificación, pero no de ofrecerles una legitimación inmerecida.