Tras el lamentable espectáculo brindado por el histrionismo impostado utilizado desde la oposición en las sesiones parlamentarias de la investidura parece más necesaria que nunca una dosis de pedagogía democrática. El trabajado y costoso pacto que ha posibilitado finalmente la investidura de Sánchez como presidente (veremos si solo para presidir, para gobernar o también para liderar) ha despertado en muchas formaciones el espíritu hooligan, el afán de discordia, el matonismo dialéctico, la furia compulsiva y unos esbozos muy peligrosos de tentaciones apocalípticas de la política.

No hemos asistido, salvo honrosísimas excepciones, a un ejercicio de política parlamentaria sino a una secuencia de discursos mitineros de bajísimo nivel. La política, la verdadera política (y no el lamentable espectáculo vivido en el Congreso) es el gran instrumento del que disponemos para organizar nuestra convivencia. Una sociedad políticamente madura no es una sociedad sin problemas o conflictos. Lo que exige una democracia pluralista es que esos conflictos tengan cauces de expresión y resolución.

En la política española causa furor la imposición de la polarización. O conmigo o contra mí. Parece triunfar esa perversa dinámica que pretende orillar las identidades políticas múltiples y las intenta subsumir en una lógica de tipo binaria de simple y rápida comprensión que se intenta extender también a nosotros, convertidos en una ciudadanía tribalizada en atención a la opción política a la que cada miembro de la misma haya votado.

Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia. ¿Será posible un mero esbozo de diálogo tras los restos del naufragio que deja tras de sí toda esa lamentable e irrespetuosa secuencia de insultos, gritos y belicosidad gestual y dialéctica que caracterizó a la bancada de la oposición?

Negociar supone además, y al margen del resultado final, un acto de respeto. Implica, además, asumir que nada en la vida debería ser unilateral. Por eso la concordia, desde los principios de la historia, sólo es posible cuando las partes aceptan convivir bajo acuerdos con los que todos los involucrados tienen un nivel -aunque sea mínimo- de aceptación. Nadie ostenta la verdad ni la razón absoluta. Tenemos que hacer un gran esfuerzo para que la concordia y el sentido común vuelvan a presidir el ejercicio de la política.

Los verdaderos objetivos estratégicos, y la concordia social y política para convivir lo es, requieren transversalidad. Esa voluntad de consenso exige trabajo, y esfuerzo continuo y constante, porque esa institución silente que se llama confianza no brota por ósmosis ni por casualidad: hay que trabajarla, incluso cuando, como en esta legislatura, parece algo absolutamente inviable.

¿Y qué sucederá en ausencia de pacto? La lógica que se impondrá será la de confrontación y la de la defensa de los intereses propios, todo ello planteado en términos de victoria o derrota, impidiendo así la construcción de forma ordenada de un nuevo marco institucional.

Produce frustración comprobar que el diálogo, el consenso, la negociación dejan paso a la confrontación, a la trinchera ideológica, a la versión tribal y cainita tan clásica como perturbadora de la convivencia. Frente a este modo tan estéril como negativo de ejercer la labor de representación política cabría reivindicar la legitimidad funcional o instrumental de la política y de sus actores: que sirvan para resolver los problemas que genera la propia política, que dejen de lado la confrontación permanente y ensanchen las vías de acuerdo. Eso sí que es trabajar sin recursos retóricos, sin la épica impostada de quienes están convirtiendo la política en farándula.