Cuando en vísperas de la sentencia del procés Quim Torra amenazó, en Madrid, con replicar en las calles de Catalunya las revueltas de Hong Kong como previsible respuesta ciudadana a la condena de los líderes soberanistas, el respetable se lo tomó como una bravuconada más de este histérico activista. Pero el ventrílocuo del estratega Carles Puigdemont sabía lo que decía. Conocía de primera mano el cuaderno de guerrilla de un nuevo ejército del radicalismo callejero catalán que, amparado o ajeno al Tsunami Democràtic, ha reventado por la noche entre barricadas incendiarias, vandalismo y sabotaje la imagen pacífica en el día de un independentismo encorajinado por una sentencia excesivamente politizada. Solo así se puede explicar su irritante silencio como institución ante esta oleada devastadora. Este salvajismo pirómano ha emponzoñado la auténtica causa del procés en su momento más delicado. Una barbarie que no parece tener fin ha inoculado definitivamente el virus de la discordia en un Govern a la deriva, superado por sus miedos y un marcaje interesadamente partidario a mes y medio del 10-N. Sirva de bochornoso ejemplo la pelea demagógica entre consellers sobre la actuación de los Mossos que caricaturiza esos recelos emparedados entre el apoyo al fervor de la revuelta y el miedo a incumplir la ley. Por si fuera poco ahí queda ese histriónico y voluntarista anuncio de un referéndum indeterminado y de una nueva Constitución del que nadie sabía nada mientras el humo de 700 contenedores ardiendo ennegrece el ambiente. Nada más fatídico para las multitudinarias marchas que compartir ayer, a la misma hora, la consumación exitosa de su iniciativa popular con una indeseable cascada de incidentes violentos en la acera de enfrente. Supuestamente unos y otros coinciden en repudiar la condena del Supremo. A alguien se le ha ido de las manos el control de la revuelta.

Nunca como esta semana ha quedado más explicito por la vía de unos deplorables hechos que Catalunya encierra en sí misma un problema de Estado, de muy difícil digestión. Pero con la misma contundencia puede concluirse que jamás la reivindicación soberanista había quedado tan denigrada por semejante estallido de violencia propia. Por tanto, no debería suponer una temeridad asegurar que la peculiar intifada barcelonesa ha puesto en un aprieto la segunda parte del procés, además de causar un serio perjuicio económico a corto plazo. Una incómoda fotografía para el resto del mundo de difícil justificación. Es fácil de imaginar que el pacifismo declarado de Oriol Junqueras nunca imaginó que los depósitos de gasolina serían la respuesta popular (?) a su excesiva condena. En su defensa, el carismático líder de ERC siempre podrá esgrimir que la razón controla las mañanas y la insensatez se confunde por la noche.

En medio de tantas estampas bélicas, los unionistas y jacobinos se han cargado de razones estos días para apuntalar sus convicciones. Hasta es posible que hayan ganado miles de adeptos mientras se sucedían incesantes tropelías sin que Torra mandara parar a los cachorros del fuego, en una deplorable actitud que le retrata sin sorpresas. Por todo ello, en Madrid sube el clamor justiciero. Más mano de dura es la exigencia creciente desde el centro a la ultraderecha dentro de un contexto minado para la estabilidad que amenaza con distorsionar la suerte del 10-N que parecía más pausible. Pedro Sánchez puede pagar muy caro que Iván Redondo haya minimizado en sus entusiastas previsiones sin salir del despacho la posibilidad de un escenario tan incendiado. Cada día que pasa bajo las interminables imágenes de aceras asoladas y autovías cortadas, PP y Vox eleva su cotización, aunque nadie duda, de momento, de la victoria socialista. Eso sí, muy pocos se atreven a apostar ya que el PSOE superará los 123 diputados. La victoria más amarga que nadie pudo imaginar después de las elecciones de mayo. Resulta paradigmático que ni siquiera la prudencia mostrada ante los embates incesantes, desoyendo las ardorosas peticiones de 155 y de más represión, alienta lo más mínimo las expectativas del presidente en funciones. A cambio, la pira catalana podría servir de fácil justificación para asistir a un entendimiento forzado que facilite una rápida investidura.