Sobrevivió de forma sorprendente a cuatro descargas de un pelotón de fusilamiento el 7 de septiembre de 1936, casualmente en la víspera de las fiestas de su pueblo. Fue el único de los diez disparados que no se confesó ante el cura presente. Permaneció, a continuación, escondido como un topo durante 14 meses. Logró cruzar la frontera francesa. En París, la Gestapo le persiguió durante la Segunda Guerra Mundial y tras años sin saber nada de su familia, cuando se volvieron a reunir, tuvo noticia de que su hija Noemí había muerto con solo nueve años. Migrado a Argentina, José Méndez Arbeloa trató de empezar de cero hasta que al fallecer su otro hijo en el país americano, decidió retornar a su Andosilla natal junto a su mujer, María Francés.

José era secretario del sindicato CNT de Andosilla (Nafarroa). Tenía 35 años cuando estalló la Guerra Civil. Para entonces, ya era padre con María de dos hijos: Laureano y Noemí. Era hijo de un jornalero y pescador en barca en el río Ega. Vendían por las calles lo capturado. Más adelante, la familia abrió una yesería.

En este marco, los andolenses supieron que grupos de requetés estaban entrenando a escuadrillas en el valle días antes del golpe de Estado dado por militares españoles no republicanos en julio de 1936. Un cabo de la Guardia Civil animó a José y a otros cinco compañeros cenetistas a que “desaparecieran” por unos días. Uno de los huidos fue su cuñado Agustín Francés. Sin embargo, el sexteto pensó que no había hecho nada. Volvieron el 24 de julio, cuando Andosilla ya era territorio del bando sublevado contra la Segunda República.

Los apresaron y acabaron en la cárcel de Lizarra. En el penal, José vio al cura de su pueblo, Cayo de Luis, que se escondió al reconocerle. El ácrata manifestó siempre que el religioso fue el culpable de que acabaran en el paredón. La saca se produjo el 7 de septiembre. Los diez pensaron que les llevaban al fuerte San Cristóbal. Sin embargo, les conducían en un ómnibus a matar en Oteitza.

Ataron a José con su cuñado Agustín. Un cura confesó a todos menos al dirigente anarquista. Se negó. “Venís a asesinar a inocentes”, le espetó, según testimonio propio recogido en el libro Navarra, de la esperanza al terror, 1936 (Editorial Altaffaiya). Consultado al respecto, un sobrino-nieto de José Méndez, Eduardo Murugarren, evoca las palabras del libertario. “Decía que el cura le pegó con el crucifijo en la boca y que menos mal que lo llevaba atado al cuello que si no se la reventaba. De hecho, siempre dijo que le dolió más el dolor del crucifijo que el impacto de las balas que le esquivaron”.

Fueron un total de cuatro, incluido el de gracia. Él, en todo momento, se hizo el muerto. “El primer tiro me cruzó el hombro, caí. No sé si mi cuñado me arrastró o me caí yo. Había un poquico de cuesta y caí de perfil. Yo no sabía lo que pasaba pero a mí no me pasaba nada”, testimoniaba. Cuando se iban, un ejecutor dijo para darles el de gracia. “Vi el cañón del fusil a un palmo de mi cara. El aire de la bala me pasó entre la nariz y la boca, salpicándomela de tierra”.

Al irse los homicidas, José se desató de su cuñado y vio su roce en el hombro. Asimismo, que otra bala le había atravesado la ropa por delante del pecho, y una tercera por debajo del vientre. La cuarta cruzó un mechero que portaba dentro del bolsillo.

Escondido como un topo Un día y medio después llegó a Andosilla. Se escondió en una cabaña familiar y fue hallado por un sobrino, hijo de Agustín, de 14 años. Méndez le pidió que no dijera nada a nadie y que le llevara comida, pero la abuela del joven supo que algo pasaba y le acabaron escondiendo en una casa con dos puertas. “Más fácil para poder escapar en caso de verse mal”, agrega Murugarren. Pasó más de un año allí “como un topo”.

Transcurrido este tiempo, tuvo dos intentos de exiliarse tras viajar hasta Iruñea vestido de falangista. Primero, sufrió un chivatazo y saltó del camión en el que iba. En el segundo, llegó a Iparralde. Aún así, decidió sumarse a un batallón republicano e ir a luchar a la Batalla del Ebro cuando casi estaba ya perdida. Ingresó en un campo de refugiados y regresó a Iparralde. Allí, le dijeron en dos ocasiones que fuera a la frontera que estaba su mujer y no pudo hacerlo. Años más tarde, conoció que su compañera nunca estuvo allí. “José tuvo la sospecha de que volvió a ser el cura de Andosilla” quien intentó localizarlo, explica Murugarren.

En 1941, sí pudo abrazarse con María y su hijo Laureano. Faltaba Noemí. Lo supo en ese momento. Su hija había muerto cuatro años antes. Juntos partieron a París y trabajaron para la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Consiguió escapar de la Gestapo, la policía secreta nazi.

En 1953, migraron a Argentina con varios familiares. “Con la guerra fría pensó que a ver si iba a sufrir una guerra más”, enfatiza Murugarren, quien valora que “ha sido una familia de CNT muy castigada. De hecho, sus hermanos Eugenio y Félix, así como tres cuñados, fueron fusilados”.

Desde Argentina, voló Méndez en una ocasión a su tierra para un homenaje antifranquista en Sartaguda. Y tras su regreso a América, acabaría retirándose en Andosilla junto a su mujer, no sin antes sufrir una muerte más: la de su hijo en la república sudamericana.