A lo lejos, pero sin salirse del cuadro, se vislumbra otra vez a Artur Mas. El expresident, inhabilitado hasta 2020 por su consulta de cartón del 9-N, se acaba de hacer un hueco con manifiesta intención. Lo hace en medio del incandescente polvorín catalán, a apenas unos meses de la sentencia -cada día suena más a condenatoria- del procés y en vísperas de que ERC resuelva el sudoku de la investidura del futuro presidente español. Es así como resurge de unas cenizas nunca apagadas aquel pujolista convergente que transfiguró su gobierno de recortes y en declive electoral para enarbolar, en plena crisis económica, la causa independentista que torpemente había incendiado el PP de Mariano Rajoy. La reaparición de Mas, en el horizonte del puente aéreo político, no es baladí antes de arrancar la legislatura. Mucho menos cuando viene a coincidir con la soterrada pugna interna del soberanismo catalán que ya ningún afectado niega porque las vendas empiezan a caerse de los ojos.
Ha bastado que Mas arroje la duda sobre su regreso activo a la política para que se agite el avispero político. Como siempre, vuelve a jugar con las luces largas. Es ahí donde avista a Puigdemont abandonado cada vez más a un destino sin suerte. Donde sabe que en caso de necesidad el nulo tirón electoral de Torra no le aguantaría un asalto. Y que, fatídicamente, Catalunya puede encontrarse a corto plazo con el top ten de sus principales líderes impedidos para la causa institucional. Sirva como dato que en el mismo día del aplauso ejemplarizante por la condena contundente a La Manada, ha bastado el rechazo del Tribunal Supremo a la puesta en libertad de los imputados por el 1-O para ensombrecer la esperanza de una sentencia liviana.
Un regreso nada despreciable mientras se suceden los estragos por el bypass de Manuel Valls a Ada Colau, una maniobra de alta escuela que desbarata de un plumazo la ambicionada pica de ERC en la capital, el cinismo de Inés Arrimadas, las mentiras de Albert Rivera y los modos nada edificantes de Maragall, hundido en su amargura. La representación no ha concluido porque la causa catalana seguirá impregnando la futura legislatura por encima de la voluntad de Pedro Sánchez. El republicanismo independentista lo hará posible porque sabe que asiste a su gran oportunidad. Gabriel Rufián lo ha escenificado esta vez sin esas alharacas ni amenazas que le son tan propias. En medio del hartazgo social al que vienen conduciendo los manidos soniquetes de izquierda y derecha, ha aparecido el portavoz de ERC dispuesto a encauzar las aguas revueltas del Congreso. Quiere que empiece de una vez el partido para saber hasta dónde puede comprometer al PSOE en un diálogo que sigue siendo igual de necesario que ayer. Además, al hacerlo de manera propositiva, sin condiciones de antemano, sabe que aleja un poco más del foco a JxCat, como quiere Oriol Junqueras.
En La Moncloa lo saben, pero no es su prioridad porque tampoco siente el desgaste y mucho menos después de recuperar cuota de poder en Barcelona. El debate que les preocupa ahora mismo se reduce a asegurarse la investidura. Luego ya habrá tiempo para gobernar. Pedro Sánchez, Iván Redondo y, a ratos, José Luis Ábalos manejan para ello el axioma de que al otro lado solo está el precipicio. Posiblemente lo creen para convencerse de que tumbar desde la izquierda la investidura de un candidato socialista es una temeridad de difícil explicación más allá de la triple derecha.
Bajo semejante autosuficiencia, en La Moncloa contemplan con mucho menos alarmismo que todos los demás ese contubernio tremendista que parece desprenderse del carrusel de negociaciones encubiertas, pactos autonómicos de doble lenguaje y ambiciones de poder ministerial. Los oráculos del poder sostienen que ningún partido tiene el cuajo suficiente para aguantar el destrozo proporcional que le causaría la repetición de unas elecciones. A ese clavo ardiendo también se agarra el candidato del PSOE como se puede apreciar cuando ningunea las exigencias de Pablo Iglesias, consciente de que el líder de Unidas Podemos se lo está jugando todo a una sola carta cuando cada vez aparece más débil. En el fondo, sabe que la clave es ERC.