Comienza un nuevo año y se inicia la cuenta atrás hacia unas elecciones, las europeas, que parecen ocupar el papel de pariente pobre de nuestra democracia y sin embargo poseen enorme trascendencia e influencia en la conformación de nuestra calidad democrática. O desistimos y dejamos el proyecto europeo abandonado a su suerte, como un pecio hundido tras la tempestad que llega de la mano de populismos disfrazados de ideologías proteccionistas, o transformamos e impulsamos de verdad el proyecto europeo.

La parte más valiosa del legado europeo son sus valores, su humanismo, su proyecto de democracia trasnacional, la superación de una visión de la vida en sociedad que trasciende a los estados. Por encima del todopoderoso mercado que parece marcar las pautas de los comportamientos públicos y privados, nuestra mejor mercancía intelectual europea son los principios de convivencia en paz entre diferentes, unidos en la diversidad.

Pese a su deriva errática, pese a que esta Europa-Gulliver parece encadenada y encorsetada por la mediocridad egoísta de los liliputienses estados y de sus mandatarios, celosos y obsesionados por la defensa de su esfera excluyente de soberanía, siempre pendientes más de sus respectivos intereses particulares que de fortalecer el proyecto europeo, pese a todo merece la pena apostar por politizar más nuestra futura Europa, pero una politización que supere particularismos y apueste por una verdadera y mayor integración.

Un nuevo renacimiento europeo es posible. Lograrlo, convertir este sueño en realidad, depende en buena parte de nosotros, los ciudadanos y ciudadanas europeas. Debemos reivindicar con fuerza y energía cívica que se avance de verdad, no de forma titubeante como hasta ahora se ha hecho, hacia una verdadera unión política. Y nos corresponde también a la ciudadanía exigir que se potencien las políticas de solidaridad y de cohesión social para integrarnos más y romper el tabú de la fiscalidad común.

La clase política dominante en los todavía (a la espera del Brexit) veintiocho Estados de la Unión Europea ha optado por ceder el poder y la batuta decisoria a la economía y a los mercados; ha rechazado, al menos por el momento, la construcción de una Europa Federal. Para volver a recuperar y compartir este proyecto europeo con los ciudadanos, no hay otra vía que reiniciar la construcción de una auténtica federación de naciones, una Europa donde el demos, el sujeto político protagonista, deje de estar anclado de forma exclusiva y excluyente en los estados, cuyo egoísmo e inercia intergubernamental están convirtiendo en mera quimera el sueño europeo.

Es el tiempo de la cooperación multinivel. La democracia solo podrá sobrevivir en Europa si se abandona el mito de la soberanía exclusiva y se reemplaza por, en plural, un conjunto de soberanías compartidas. Es el momento de estructurar la gobernanza europea sobre la base de gobiernos a múltiples niveles entre los cuales los respectivos poderes se encuentren divididos y compartidos, de modo que ninguno de ellos pueda pretender ejercer y ostentar una soberanía excluyente y exclusiva: la interacción, la interdependencia entre actores y entre demos o sujetos políticos es la base sobre la que asentar la nueva forma de tratar de dar solución a nuestros complejos problemas y a los conflictos derivados de la vida en sociedad democrática.

Un mundo tan interconectado, y más aun en el seno de Europa, conduce a que hoy día ninguna nación, con o sin Estado, sea completamente soberana. Mucho más cuestionable resulta el discurso imperante en relación a la globalización y a las naciones sin Estado, conforme al cual esos entes no estatales deben desaparecer porque la globalización no admite la atomización de actores intervinientes; un discurso parecido es defendido desde diferentes posicionamientos ideológicos al referirse a Europa y a la supuesta distorsión que para la integración europea representa o puede representar el reconocimiento del protagonismo compartido entre los estados y las naciones sin Estado.

Tal discurso carece de toda base empírica; las naciones ni desaparecen ni sustituyen a los estados; no son rivales de estos, sino que ambos se relacionan entre sí sobre la base de una interdependencia asimétrica. Reivindicar la relevancia de las naciones sin Estado dentro de Europa es una orientación tan cosmopolita como aquella otra que solo concibe la construcción europea desde el protagonismo único de los estados.

El reconocimiento plurinacional no destruye la noción de Estado; al contrario, la adapta y la moderniza conforme a las nuevas concepciones emergentes acerca del ejercicio del poder soberano en el siglo XXI; la fortaleza de una democracia depende básicamente de un componente tan intangible como estratégico: el compromiso del pueblo y con el pueblo; y este factor solo se logra con el contrapeso de la solidaridad, valor que solo puede construirse desde el respeto y el reconocimiento a las identidades plurales y múltiples, dentro y fuera de los stados.