ES difícilmente rebatible que cada nombramiento de Pedro Sánchez en su Gobierno disponga de una intención, vaya que ninguno es inocente. Incluso hasta es probable que al idearlo incurra en contradicciones dentro de más de un ministerio. El gurú donostiarra Iván Redondo, inspirador plenipotenciario de cada maniobra del presidente socialista, cree que la transversalidad suma porque siempre se acaba imponiendo. Bajo este axioma podría explicarse la teórica contradicción que se advierte al contemplar juntos en Interior al juez Marlaska tan poco ?exible en la digestión del nuevo tiempo sin violencia de ETA y al responsable de Instituciones Penitenciarias, un técnico comprometido con la búsqueda de la convivencia entre diferentes. Ocurre lo mismo con la pretensión de Meritxell Batet de rebajar los decibelios del con?icto catalán mientras llega como delegada del Gobierno una furibunda antinacionalista. Resulta más comprensible la coincidencia entre el deseo de Odón Elorza para abordar el ?nal de la dispersión y el acertado nombramiento de Jesús Loza como representante del Ejecutivo en Euskadi. Los modos, al parecer, de una nueva política. Bien que lo sufre la gran ausente Susana Díaz, absorta ante un carrusel de designaciones donde se entrecruzan estrechos colaboradores como enemigos irreconciliables. Pero la huella de este gobierno que ha venido para quedarse mucho más tiempo del que jamás pudo imaginar Mariano Rajoy se encuentra en el guiño social. Solo las prisas por cubrir el foco, que las tiene, pueden afearle su propósito. Le ha ocurrido con el ministro más breve de la política universal. Màxim Huerta era el prototipo ideal del gesto mediático, el recurso ?nal de una apuesta fallida (Elvira Lindo, Carmen Riera, entre otros) que deja mancha. Tan estruendosa caída, no obstante, también re?eja la implacable exigencia del servidor público Ý la propuesta para zanjar las tropelías de Ronaldo con Hacienda rasga el valor ético y sonroja la honorabilidad- y, al tiempo, debería alertar al PSOE de que las baterías del enemigo están cargadas para procurar su debilitamiento. Tampoco el Gobierno Sánchez palidece por semejante asedio. Le basta la aplaudida acogida a los integrantes del Aquarius para disponer de un barniz de solidaridad internacional que aminora el chascarrillo interminable del defenestrado Huerta. Más aún, la venidera recuperación de la sanidad universal para los inmigrantes asienta una apuesta ideológica que rearma muchas conciencias alicaídas durante los años de mandato del PP. Y así disfrutando poco a poco de una lluvia ?na -a tener en cuenta la apuesta energética de Teresa Ribera- antes de que lleguen los inevitables revolcones en el Parlamento entre la rabia desbordada del PP, la envidia sana de Pablo Iglesias y la búsqueda del esplendor perdido de Ciudadanos. Enfrente, un grupo socialista absolutamente renovado por las inevitables incorporaciones a la Administración bajo el criterio de dotarlo de una mayor uniformidad sanchista de la que carecía hasta ahora. Y siempre latente, la cuestión territorial que emergerá durante la cadena de reuniones entre Sánchez y los presidentes autonómicos y que necesitará de mucho más que un gesto. Será una cuestión de compromisos. De momento, los populares siguen prisioneros de sus angustias. Sin asumir las auténticas razones de la pérdida de su gobierno deambulan como alma en pena. Su patético doble error en la tramitación de las enmiendas vengativas en el Senado contra el PNV delata su nerviosismo, que las prisas son malas consejeras cuando la bilis se impone a la razón. Solo así se explica que se imaginaran presentar hasta una moción de censura contra Sánchez si no dimite su ministro de Agricultura por una denuncia que ni siquiera conmueve ni a la Justicia ni al resto de la oposición. En uno tiempos turbulentos, la a?liación del PP debe acometer una imprescindible mudanza sin que nadie con solvencia -el exministro tertuliano García Margallo no cuenta- haya levantado la mano a un mes vista para ofrecerse a coger el timón de una nave sacudida cada semana por nuevos jirones de corrupción. Posiblemente los aspirantes no necesiten una campaña para captar el voto. O tal vez la razón de esta táctica preventiva haya que buscarla en el miedo de decenas de dirigentes populares a equivocarse de bando ganador porque avistan una soterrada división entre los dos grandes bloques que polarizan la ambición de poder.
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