Hay, qué duda cabe, poderosas razones para entender desde el más elemental sentido común que no es positivo ni efectivo ni lógico ni racional dirigir y liderar un país desde la distancia, aunque a lo largo de la historia hay algunos ejemplos que demuestran que puede hacerse -otra cosa son los resultados-. Hay, también, muy poderosas razones para considerar que una persona e incluso el partido que le da cobertura son indignos de ostentar la Presidencia de un país.
Lo piensa mucha gente, por ejemplo, de Carles Puigdemont, del PDeCAT (Convergència) y del independentismo en general. Como otros muchos lo piensan de Mariano Rajoy y del PP. “Sí, es cierto que el PP se financiaba con dinero negro”. Tras esta reciente confesión del exdirigente valenciano Ricardo Costa, que se une a los numerosos casos que implican a los populares, incluida la insólita situación de que, por primera vez, un partido político está investigado/imputado por presunta corrupción y de que la Fiscalía Anticorrupción haya pedido su condena, es lícito pensar, por tanto, que Rajoy y el PP no deberían estar en un gobierno y que el partido debería estar, quizá, ilegalizado o disuelto para su regeneración. Sin embargo, el aún presidente respondió hace 48 horas: “A fecha de hoy, intentaré repetir como candidato”. Así es el sistema democrático español.
Es el mismo Rajoy que ayer firmó el recurso ante el Tribunal Constitucional para que Puigdemont no pueda presentarse a la investidura para la Generalitat ni presencial ni telemáticamente. Su mera admisión a trámite por el TC fulminaría las opciones del único candidato a president, que obtuvo un importantísimo apoyo popular desde la distancia y tiene los apoyos y la legitimidad necesarios.
La nueva jugada -un fraude de ley de dimensiones estratosféricas, con el inestimable apoyo, una vez más, del PSOE y de Ciudadanos- tiene incluso el rechazo del Consejo de Estado, que respondió ayer mismo que no le ve fundamento. El papelón de Rajoy, Soraya Sáenz de Santamaría, Pedro Sánchez y Albert Rivera es para echarse a llorar y desnuda sus falsos ropajes legales y democráticos.
Desde Felipe González sabemos que “al Estado también se le defiende desde las cloacas”. En sentido literal y en sentido figurado. Por eso el Estado español ha puesto sitio a las alcantarillas cercanas al Parlament, llenándolas de policías que vigilan que Puigdemont no consiga entrar en el hemiciclo, en el templo de la democracia, la soberanía popular y bla, bla, bla, no vaya a ser que hable y le voten. Hemos pasado de la operación Piolín a la operación Ratatouille. Descorazonador. Y, también, si hace falta, se sumerge la Constitución en las aguas residuales y se vuelve a enmerdar al Tribunal Constitucional -total, una más- para evitar lo que el voto popular y el sistema democrático parlamentario pudieran determinar. El A por ellos es global, multiestructural.
Quedan cuatro días para el debate de investidura en el Parlament. Eso, en Catalunya, es todo un periodo geológico. Lo peor es que si todo puede pasar, todo pasará. La ciudadanía catalana merece el Premio Santo Job a la Paciencia.