La política se despeña a veces por el disparate. Cuando el plasma de M. R. parecía haber cubierto el límite de la perplejidad, Carles Puigdemont recupera la figura del ventrílocuo para que su discurso escrito en Bruselas sea leído por un propio en Barcelona y así aspirar sin rasguños a la investidura en un Parlament donde los servicios jurídicos parecen reducidos a simples bedeles. A apenas cuatro días de la constitución de su nuevo Parlament, Catalunya sigue prisionera de la sinrazón, cuando no de escenarios estrambóticos que se antojan demasiado rídiculos, pero sobre todo de la implacable intervención judicial. En un escenario cada vez más enmarañado por el inmovilismo de todas las partes concernidas, la mayoría independentista ha visto cómo se inocula el virus de la mutua desconfianza acuciada por los mazazos del juez Llarena (¿por qué se creía que iba a ser más dócil que la Audiencia Nacional?). Es evidente que la inflexible dependencia de las múltiples causas judiciales -el fallo de ayer es otra vuelta de tuerca más- desestabiliza cuando no intimida -Carme Forcadell- el propósito de idear una mínima salida sensata al laberinto institucional. Sin otra reacción desde el Estado que aferrarse como siempre a la ley y desde el icono del soberanismo catalán desde Bélgica retorciendo su contumaz maximalismo, solo cabe temerse lo peor. La cronificación es una amenaza real.

En paralelo, el desesperado desgaste físico y moral de la celda ha llevado a intelectuales del procés a admitir estérilmente ante un tribunal que el único referéndum válido sobre el derecho a decidir de su país lo debe convocar España. La libertad bien que justificaba un acto de contrición, pero ni aun así. Aquellas voces que alentaron estratégicamente la rebelión callejera del soberanismo catalán, los mismos ideólogos que advirtieron a Carles Puigdemont de que sería un traidor de por vida sin convocaba elecciones, seguirán en prisión a pesar de renegar de la unilateralidad, de desear un pacto con el Estado y, desde luego, de repudiar la violencia. El Supremo no se cree que el exconsejero Forn ni los dos Jordis abracen la Constitución como ley inquebrantable. Todo un ejercicio puntual de abdicación (?) de principios resulta baldío y, de paso, atormenta más aún el soterrado debate entre la ortodoxia de la unilateralidad de Junts per Catalunya y el pragmatismo de la bilateralidad de ERC. Y por el medio, el sonoro portazo de Artur Mas, auténtico padre político de esta rebelión y que vuelve a hacerse a un costado. Un abandono de quien se siente desquiciado por la derrota política ante su sucesor y que teme el alcance penal de las causas judiciales que le acechan, empezando por la más inmediata del caso Palau. Puigdemont, displicente y tal vez engreído, ni ha gastado un tuit para despedir a su antecesor.

Las cárceles remueven conciencias no solo independentistas. Francisco Correa, de hecho, ha recuperado la memoria y en el PP apenas controlan el pánico por los efectos de su ventilador pestilente. Rodrigo Rato, en cambio, recuperó la altanería porque es algo propio de su clase. El mismo imputado capaz de sacar su tarjeta black de Caja Madrid para pagar cuatro croquetas y una botella de sidra en un humilde chigre de Gijón tiene arrestos de sobrada chulería para mandar el aviso a sus compañeros de partido de que quiere morir matando cuando ve más cerca la prisión. En medio de tanto trapo sucio de repercusión asegurada por los escándalos de Gürtel, el Canal de Isabel II o la caja b de Bárcenas, el juicio de los ERE de Andalucía parece reducido a un simple eco de sociedad simplemente por las personalidades que reúne sin erosión alguna para el PSOE. Se avecina un infernal calendario judicial que amenaza la estabilidad del Gobierno Rajoy. Ante semejante presión, es comprensible que en Génova quizá no encuentren mejor antídoto mediático para la distracción que airear las permanentes astracanadas de Puigdemont.

Mientras, Rivera sonríe porque todas las desgracias ajenas le favorecen tanto como las encuestas. Se sabe ungido por la oportunidad en un contexto donde los deméritos del resto le han convertido en una pieza capaz de aunar su condición de enemigo común y, al mismo tiempo, imprescindible para cualquier combinación estable de futuro. Mientras Pablo Iglesias continúa buscándose a sí mismo en unas vacaciones interminables tras el fiasco del 21-D, Ciudadanos, en uno de sus momentos de mayor éxtasis, aguarda detrás del matorral para redoblar la presión a un PP aturdido. Rajoy lo sabe y lo teme. Pedro Sánchez se hace una idea pero, en el fondo, bastante tiene con controlar su casa.