habrá quienes consideren que mantener en prisión incondicional sin fianza a Oriol Junqueras muestra la fortaleza del Estado, pero en realidad revela su debilidad y la inadecuación absoluta de la vía penal -iniciada por la Fiscalía General del Estado- para afrontar el reto democrático que supone resolver desde la concordia y el diálogo un problema político tan complejo como el catalán.

El mantenimiento en prisión de Junqueras por decisión judicial es un regalo envenado para la propia democracia. La decisión de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo por la que se decide mantenerle en prisión provisional incondicional merece este duro calificativo, tras ser dictada en vísperas de la festividad de los Reyes Magos. En medio de tanta invocación a la legalidad por unos y a la épica por otros y con la nada velada amenaza irresponsable de una posible nueva invocación del artículo 155 en modo “preventivo” emerge el riesgo derivado de la judicialización penal de un proceso político, convirtiendo a los tribunales en desviados protagonistas que nunca podrán servir para encauzarlo por vías democráticas.

Los magistrados del Supremo que firman la decisión son conscientes de que no hay juicio todavía, afirman que no hay pruebas practicadas porque la instrucción está en sus inicios y que por ello, como literalmente señalan, todo tiene todavía “una naturaleza provisional”. Lo afirman, sí, pero luego acaban manteniendo cerrada la puerta a la libertad condicional de Junqueras.

Saben el delicado terreno por el que transitan o se deslizan, cuando, antes de reiterar que le mantienen en prisión, afirman que es legítimo defender la tesis política favorable a la independencia. Y sin que nadie se lo pregunte afirman que no hay presos políticos, para luego sostener que Junqueras está preso, como el resto, porque “se ha alzado contra el Estado español, contra la Constitución, contra el Estatuto de Autonomía y contra el ordenamiento jurídico”. ¿Eso basta para que haya delito? No, no es una premisa delictiva ni integra el tipo penal de ningún delito salvo para el supuesto -de menor relevancia penal- de desobediencia. Para el resto de delitos imputados tal premisa es inoperante.

El Supremo le recuerda retóricamente y con un punto de inapropiado sarcasmo que no por ello es inmune, que el político no está exento de responsabilidad penal si delinque. La pregunta clave es si resulta suficiente tal vulneración de la legalidad para mantener en prisión incondicional a una persona que ejerce activamente la política, a una persona que nunca ha manifestado ni apoyado ni incitado posición favorable alguna al uso de la violencia.

Los magistrados del Supremo tratan de salir airosos pero incurren en contradicciones argumentales: por un lado afirman literalmente que Junqueras “no necesitó utilizar la violencia para sus fines políticos porque lo hacían desde el ejercicio del poder”; y a continuación, y para insistir en que sí median en el caso enjuiciado las premisas de violencia -para la rebelión- y de carácter tumultuario de la movilización social -para el de sedición- construyen una teoría muy poco sólida: señalan, literalmente, que como desde cargos de responsabilidad política de la Generalitat se incitaba a sus partidarios a movilizarse en la calle, “era previsible que con altísima probabilidad se produjeran actos violentos”. ¿Cuáles ha habido? ¿De qué gravedad? No hay respuesta para estos interrogantes, claves para la tipificación penal del delito.

Otra incoherencia argumental de peso apreciable en la decisión judicial se concreta en afirmar por un lado que no les consta que Junqueras haya participado ni ejecutado personalmente actos violentos concretos, y tampoco que hubiera llegado a dar órdenes concretas. Pese a ello, los magistrados estiman que al incitar a la movilización ciudadana por la independencia, “a movilizarse contra el Estado” -¡ésta es la clave!- estaban incitando a la violencia o a que se produjeran tumultos: esto en derecho se califica como hipótesis, no como hechos probados.

Y la vertiente política aflora argumentalmente en la decisión judicial cuando por unanimidad los tres magistrados tienen claro que existe un alto riesgo de que vuelva a reincidir en el delito si queda libre. Es más, estiman que la negociación y diálogo del que habla Junqueras sólo lo contempla si el Estado español reconoce la independencia de Catalunya.

“El ofrecimiento de esa clase de diálogo o la invocación de la bilateralidad en esas condiciones, pues, no puede valorarse como un indicio de abandono del enfrentamiento con el Estado mediante vías de hecho con la finalidad de obligar a aquel a reconocer la independencia de Cataluña”, indica la resolución judicial.

Es decir, la Sala estima que no hay ningún dato que permita entender que Junqueras va a abandonar la idea de proclamación unilateral de la independencia, por lo que concluye que existe un riesgo relevante de reiteración delictiva y decide mantenerle en prisión.

¿Se resuelve un complejísimo problema como el catalán simplemente contando los votos emitidos? No. ¿Se resuelve con decisiones judiciales como la ahora comentada? Tampoco. Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello, debe implantarse una hasta ahora ausente: la política anclada en el diálogo. Negociar y llegar a acuerdos es algo tan tangible como valioso. Sentarse a negociar supone dialogar, conlleva el reconocimiento del otro, implica tratar de comprender sus argumentos, supone confrontar los intereses en presencia.