Tanto le decían a Mariano Rajoy que estaba siendo flojo que, al final, tuvo que ser el rey de España el que hiciera de vanguardia para la ofensiva que se avecinaba sobre las instituciones catalanas y sobre el conjunto del movimiento independentista. Porque el presidente del Gobierno español es más de estar relajado a la espera de que el de enfrente se vaya cociendo en su salsa, pero como a él no le fue mal repitiendo unas elecciones en lugar de arremangarse y buscar un acuerdo, debió de pensar que no era una mala idea para Catalunya. Pegar un golpe en el tablero, poner patas arriba la institucionalidad, retorcer la Constitución, inventarse lo que se puede hacer con el artículo 155, aplicarlo y convocar unas elecciones a ver qué sucedía.

Sucedió lo que algunos ya veníamos advirtiendo: casi nada. Si por ese “casi nada” se entiende que sustancialmente se mantiene una mayoría independentista, que el unionismo español también aguanta aunque bailen las siglas y que básicamente la ciudadanía ha escogido un Parlament de Catalunya que presenta las mismas virtudes y los mismos problemas de gobernabilidad que había antes de su disolución imperativa.

En Catalunya no se ha resuelto ningún problema aplicando la excepcionalidad y, sin embargo, se han creado unos cuantos añadidos que dificultan la solución. Por ejemplo, todos los procesos judiciales puestos en marcha que mantienen al candidato con más posibilidades de ser reelegido president sin poder pisar territorio español, con su segundo (Jordi Sànchez) en la prisión de Soto del Real, con el líder de quien debe ocupar la vicepresidencia en Estremera y con un 12,5% del Parlament encausado.

El presidente Rajoy ha actuado como un irresponsable impulsando lo que más se parece a una causa general contra el independentismo por la vía de la Fiscalía General. No me vuelvan a contar lo de la independencia judicial porque ya escuché a Soraya Sáenz de Santamaría atribuyéndose el “descabezamiento” del movimiento independentista y su “liquidación”. Sucede que deben leer solo su prensa y de verdad se lo habían creído.

Fíjense que sin esta causa general todo ahora sería más sencillo, incluso tras la aplicación del 155 y la brecha que ello haya podido causar en bloques. Porque sin ese componente personal, sin la amenaza de detención o sin presos, los primeros llamamientos tras la victoria independentista han sido a un diálogo que La Moncloa ha venido ninguneando. Esa hubiera sido la salida más lógica al atasco en el que está metida la política catalana. Pero claro, si para negociar hay que hacerlo en una cárcel con unos presos (y parlamentarios electos) a los que se les ha sometido a castigo por enviar mensajes políticos a sus votantes o hay que desplazarse a Bruselas, la cosa se antoja complicada.