Madrid contiene el aliento por la suerte del 21-D. Dentro del Congreso -los partidos- y fuera -el poderoso establishment- nadie consigue zafarse de ese clima de incertidumbre sobre el alcance de la onda expansiva que generará el resultado de estas elecciones en Catalunya y, sobre todo, la controvertida formación de un nuevo Govern. La igualdad que hasta el último día hábil detectan las encuestas eleva el desasosiego. Quizá esta tensión creciente provoca que la confianza política sea hoy un bien escaso. Llega a tal punto el voltaje de la confrontación que las miradas son casi siempre de reojo, incluso entre compañeros de viaje. Hay tanto en juego que la excitación electoral desborda la razón. Por eso, cada guiño por sincero que resulte provoca más de una interpretación, que a menudo es interesada.

Da igual la íntima confesión bisexual de Ada Colau, la petición de indulto de Miquel Iceta para los procesados independentistas o la novela por entregas de la moleskine del procés. Siempre quedará un hueco para la suspicacia en la caldera a presión de una sociedad civil demasiado fragmentada por mucho que Joan Tardà reduzca los motivos de esta división a “rencillas familiares por cuatro perras” y así sacudirse las posibles responsabilidades.

En esta judicializada campaña tan atípica, hasta resulta comprensible que los titulares más sonoros vengan paradójicamente de otro país. Desde Bélgica, de hecho, Carles Puigdemont se ha propuesto con indudable éxito mediático alterar las pulsaciones del ritmo electoral. Bien que se acusa en la sala de máquinas de ERC donde procuran taponar las inesperadas pero profundas grietas que les ha abierto la numantina resistencia del president. Por ahí ha entrado -y para quedarse durante un tiempo- la desconfianza en la familia independentista. En realidad, cuando se trata de dirimir la supremacía en las urnas ya no cuenta el romanticismo.

En el otro frente, las dentelladas son mucho más sonoras y capaces de dejar huella. Ahora mismo, el PP no se sienta a tomar un café con Ciudadanos porque le considera sencillamente un enemigo. Es bien sabido que Mariano Rajoy nunca se ha fiado de la incontenible ambición de Albert Rivera pero ahora siente que este catalán de la ortodoxia españolista ha traspasado la raya en su inagotable por fructífera búsqueda del voto en los caladeros del unionismo. Los populares sienten una daga en su espalda cada vez que una eufórica Inés Arrimadas identifica el apoyo a Xavier García Albiol con un voto a la basura. Lo viene haciendo con mucha frecuencia, amparada sin duda en la confianza que le inspiran los sondeos tan halagüeños, algo siempre consustancial a C’s. Quizá esta humillación explique el alto grado de implicación al que se ha visto obligado el presidente del Gobierno para paliar antes del próximo jueves la catástrofe que se le avecina en las urnas.

Esta presumible debacle supondría el irremediable castigo a esa política de desafección y errores contumaces del Estado con Catalunya, que se inició con la desmedida denuncia del Estatut ante los tribunales y ha acabado con la intervención de la autonomía en medio de la rebeldía independentista. Es una obviedad que el PP no acierta en esta tierra ni siquiera cuando investigan a sus propios candidatos como le ocurre ahora y mucho menos cuando elige a sus cabezas de cartel. Ahora mismo, la ministra Dolors Montserrat dispone desde la apuesta por la unidad de España de un discurso mucho más proclive al entendimiento entre diferencias que facilite la convivencia. Y lo dice en un tono sin esa agresividad de García Albiol que tantos votos le cuesta. Ciudadanos y PP, en cambio, comparten idéntica desconfianza sobre la voluntad real de Miquel Iceta, a quien se imaginan desde hace días maquinando sobre la mesa -y quizá aciertan- un acuerdo de mínimos con ERC y En Comú Podem.

Desde la óptica constitucionalista madrileña, este pacto de menor intensidad soberanista y mayor calado social sería considerado como un mal menor ante el pavor que les provocaría una mayoría soberanista y la amenaza permanente de Puigdemont desde el plasma. Incluso, no es descartable que en un escenario sin mayorías este tripartito pudiera fraguar asegurándose de entrada la presidencia del Parlament, que recaería en los comuns como señal de una nueva realidad política. Las encuestas, sin embargo, alientan la desconfianza sobre la fórmula que propicie la necesaria gobernabilidad por la permanente polarización que reflejan. Curiosamente todavía hay miles de indecisos. O de desconfiados.