Con las cartas demasiado contaminadas, la campaña del 21-D es pura adrenalina. Bajo un guion político tan manido por reiterado su agenda transcurre pendiente de ese gesto imprevisible o ese error disparatado que dinamita las redes sociales. De hecho, a Carles Puigdemont le dan resultado sus golpes de efecto debidamente programados para rentabilizar ante su exultante clá la táctica electoral de zaherir inmisericorde al Gobierno español. Por contra, aunque haya compartido con Inés Arrimadas el traspié que supone para una candidata a gobernar la Generalitat no conocer el dato del paro de su país, los focos televisivos han desfigurado la solidez de Marta Rovira como dirigente. Peor aún, han avivado la inquietud en la sala de máquinas de ERC sobre su suerte final en las urnas, muy conscientes del serio lastre que supone verse privados del solvente cartel de Oriol Junqueras. Con las encuestas en la mano, quizá simplemente basten los pequeños detalles para desnivelar la balanza en el bloque soberanista.

Pero entre las opciones independentistas no se darán dentelladas, al menos hasta que haya que decidir quién gobierna. Los navajazos quedan para el bloque constitucionalista, preso de sus recelos por las sospechas sobre sus auténticas voluntades de pactos futuros. Ha bastado el primer debate para configurar el retrato encontrado entre la astucia en un bando y las desconfianzas, en el otro. Por encima de la creciente igualdad entre Puigdemont como icono de la resistencia y la favorita ERC, que nadie espere una pelea pública aireando sus trapos sucios. Mucho más fácil será escuchar cómo Ciudadanos y PP se descalifican ante su mismo caladero electoral al tiempo que ambos recelan del deseo íntimo de Miquel Iceta, cada día más empeñado en sacudirse la caspa del unionismo en favor de la transversalidad.

En cualquier caso se palpa el augurio de que estas elecciones del 155 consolidarán indefectiblemente dos muros enfrentados con poca diferencia de altura. Una inevitable polarización que transmite como primera derivada la inquietante preocupación sobre la capacidad real de este 21-D para despejar un mínimo camino de entendimiento en el futuro institucional de Catalunya.

Mientras, Mariano Rajoy contiene el aliento. Y con él la inmensa mayoría del Congreso, aunque por motivos bien distintos. El Gobierno teme sobremanera que el previsible batacazo espectacular del PP coincida con una mayoría soberanista que le descalificaría a los ojos de una Europa temerosa de que los brotes secesionistas se desborden. En el caso de PSOE la incomodidad tampoco es baladí porque cualquier resultado le compromete. La victoria independentista le supondría el pago en especies por haber apoyado la intervención de la autonomía catalana. A su vez, el triunfo constitucionalista le colocaría en una disyuntiva de ineludible interpretación en clave estatal porque una opción de gobierno le llevaría a acercarse a ERC y entonces soliviantaría al sector tradicionalista del partido.

El contexto no es menos endiablado para el Gobierno español. Ni siquiera una victoria del bloque constitucionalista le asegura impedir un Govern independentista después de haber gastado toda la artillería imaginable en el empeño. El fiasco podría tener consecuencias inmediatas para la propia legislatura. El PP se vería mucho más debilitado políticamente en su actual soledad. Incluso la tentación latente de solicitar la renovación del artículo 155 para aplacar otra oleada de reivindicaciones identitarias desde un nuevo Parlament ensombrecería peligrosamente su cuestionada veta democrática y desde luego no tendría esta vez el apoyo del PSOE en el intento. Además, la puerta de los Presupuestos quedaría entonces definitivamente cerrada y así podría resquebrajarse de una vez esa contumaz voluntad del presidente de seguir adelante con su mandato porque encima de las turbulencias.

Ahora bien, tampoco en el PP se rasgan las vestiduras por la sombra de unas elecciones anticipadas a mediados de 2018. En sus cálculos, intuyen que les acompañaría la comprensión de ese renovado nacionalismo español que empieza a vociferar sin complejos esa voluntad de meter en cintura de una vez a las exigencias nacionalistas. En su apuesta contarían con el apoyo entusiasta de Ciudadanos que así seguiría exprimiendo el limón de su discurso jacobino. Una alianza soterrada que les podría acercar a la mayoría absoluta y entonces la reforma constitucional y el debate territorial quedarían en papel mojado. Eso sí, y por encima del 21-D, Catalunya seguirá siendo una asignatura pendiente.