El zigzagueante trayecto que ha ido completando el bloque soberanista durante los últimos tiempos superó ayer uno de los puertos más complicados de la etapa, pero no el definitivo. Para alcanzar la independencia efectiva de Catalunya, la meta fijada desde el punto de salida, aún restan unas cuantas pedaladas más, si acaso las más sufridas tras cinco años de idas y venidas. Después de la declaración unilateral, el procés comienza a grabar su secuela con un guion en el que hay espacio para todo tipo de tramas.

Al igual que ayer, hoy las incertidumbres siguen siendo más que las certezas. A priori la hoja de ruta tras la declaración de independencia está negro sobre blanco. Junts pel Sí y la CUP se cubrieron las espaldas hace tiempo con una norma que establece los pasos a dar inmediatamente después de soltar amarras con el Estado español. La Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República prevé ese escenario, pero, en todo caso, se deberá adaptar a acontecimientos inesperados; especialmente, al tipo de respuesta que acabe dando Madrid.

La norma clave para la desconexión es un traje a medida que fue cosido lentamente y en el más estricto secretismo por parte del bloque independentista. Fueron meses de intenso trabajo en la oscuridad para que nada ni nadie pudiera empañar el documento que pretende convertirse en el puente hacia el Estado catalán. De una orilla a otra, de la legalidad española a la catalana, esta ley se encargará de marcar el tempo sin olvidarse en ningún momento de su propia fecha de caducidad. Su articulado prevé una futura Constitución que la convertirá en papel mojado en aproximadamente un año.

Según lo que se detalla en el propio documento, ahora se abre un plazo de seis meses para recoger propuestas de la ciudadanía con las miras puestas en la futura Carta Magna. Al consumirse ese tiempo, se convocarán unas elecciones de las que saldrá la llamada Asamblea Constituyente, máxima responsable de redactar y aprobar la futura Constitución. El visto bueno a la norma suprema debería contar con el beneplácito de tres quintas partes de la Cámara y de la mayoría de los ciudadanos en un referéndum popular. En caso afirmativo, se celebrarían las primeras elecciones parlamentarias de la república.

Mientras esas piezas de dominó vayan cayendo, la Ley de Transitoriedad Jurídica se encarga de dibujar la arquitectura jurídica provisional de Catalunya: una república parlamentaria con el president de la Generalitat como jefe de Estado, con tres lenguas oficiales y con una nacionalidad catalana que no obliga a renunciar a la española. El precepto más controvertido es el referido a la anulación de los procesos judiciales contra dirigentes independentistas como Artur Mas, algo que ahora se haría extensible a los presidentes de ANC y Òmnium, Jordi Sànchez y Jordi Cuixart.

ACEPTACIÓN INTERNACIONAL Pero no todo está al alcance de la mano del Govern. La independencia efectiva de un territorio depende, entre otros muchos factores, del reconocimiento por parte de actores internacionales. Durante los últimos años, el conseller Raül Romeva se ha dedicado a buscar aliados que puedan reconocer el Estado catalán, pero los principales socios de España se han negado a esa eventual posibilidad. Ayer mismo, Reino Unido, Alemania e incluso Estados Unidos cerraron la puerta a esa posibilidad.

Doble nacionalidad. Según lo que se desprende de la Ley de Transitoriedad Jurídica, todos los ciudadanos nacidos en Catalunya y/o empadronados en alguno de sus municipios desde antes del 31 de diciembre del 2016 adquieren automáticamente la nacionalidad catalana. Ese movimiento no obliga a ninguno de ellos a renunciar a la española. En todo caso, se subraya que el Govern promoverá negociaciones con Madrid para celebrar un tratado en esta materia.