El artículo 155 de la Constitución seguirá, de momento, en el cajón. El alivio momentáneo a modo de independencia eslovena que ha elegido Carles Puigdemont para sustanciar el referéndum del 1-O y activar la desconexión con España evita la inmediata respuesta demoledora del Gobierno del PP para desarmar la autonomía de la Catalunya rebelde. Pero el partido continúa más abierto que nunca porque ahora se ensancha el campo de juego al intensificarse estratégicamente desde la Generalitat su imagen proclive al diálogo sin aferrarse a pronunciamientos rupturistas. Hay quienes sostienen que quizá lo ha llevado a una nube y ahí puede ser mucho más complicado hincarle el diente para encontrar una solución satisfactoria, sobre todo en medio de semejante voltaje de emociones. Vaya, que ni siquiera puede facilitar la distensión pretendida. Desde luego, el Gobierno no lo hará, presionado a actuar de inmediato.

Consciente de las manifestaciones de los dos pueblos catalanes enfrentados, del éxodo empresarial y del riesgo del aislamiento internacional, Puigdemont ha desinflado, que no pinchado, el globo de la ilusión independentista. Lo ha hecho eligiendo la vía siempre carismática del diálogo y de la mediación que, a su vez, compromete la tipología de la respuesta de Mariano Rajoy. Europa les mira cada vez más preocupada por este incierto desenlace territorial mientras no consigue desprenderse de las repelentes imágenes de la represión policial vivida ante las urnas.

En el nuevo tablero, tras contentar a los pactistas de su partido, contrariar con la boca pequeña a Oriol Junqueras, enojar hasta la desesperación a la CUP y desilusionar a decenas de miles de soberanistas con una declaración inspirada por las fuerzas dominantes del PDeCAT, Puigdemont ha sentido finalmente el vértigo. Le ocurre lo mismo al presidente del Gobierno cuando éste se imagina esa aplicación drástica del 155 que le reclaman cada vez con mayor insistencia dentro y fuera de su partido. Rajoy, en cambio, se resiste a adentrarse por semejante vericueto legal porque teme sobremanera sus imprevisibles reacciones. En su círculo más próximo ha admitido, de hecho, que este nuevo orden jurídico y político que ampara la Constitución supone una incógnita. “Nunca se ha hecho”, sentenció con una obviedad aplastante. Por eso, cuando horas después escuchó ese juego malabar que consiste en asumir personalmente una república independiente para que luego sea la voluntad de un Parlament quien la suspenda, el líder del PP respiró. Eso sí, solo duró un segundo. En el siguiente parpadeo nervioso de sus ojos adecuó la respuesta que dará a Puigdemont: o retira semejante declaración de independencia o se verá expuesto a la mano dura de la ley.

En el Congreso, ayer parecía que nunca llegaban las seis de la tarde. Y mucho menos, las siete, el momento de las emociones fuertes que llenó de tensión un pleno ideado en sus primeras horas para evadirse hasta que se conociera el veredicto. Lo vio rápido un diputado de Podemos cuando a modo de distensión intencionada estableció la paradoja que suponía estar hablando del vehículo autónomo mientras a esa hora en Catalunya se temía por la supresión de su autonomía. Pero era imposible sacudirse el contagio mimético. Ocurrió como si estuviera contraprogramado. Cuando Puigdemont hostigaba al Estado español, rey incluido, el bloque constitucional pedía en la Cámara Baja que era el momento de la verdad y de dejar de ponerse de perfil ante la gravedad de la situación. Así se lo demandó Patxi López con toda intención a Xabi Doménech, ideólogo del nuevo partido de Ada Colau y compañero de Pablo Iglesias en sus inmersiones catalanistas. En este duelo de trincheras, no hay espacio ni tiempo para las equidistancias.

En Madrid, hay demasiadas ganas de sangre política que llega hasta Moncloa y, desde luego, a Génova. Se respira ánimo de revancha por demasiados poros y, además, nadie se recata en decirlo porque ha tomado cuerpo la sensación de que Catalunya ha ido demasiado lejos en su apuesta independentista y tampoco cambian de opinión porque la independencia se haya congelado. Ya no son solo los taxistas seguidores ultras de Jiménez Losantos quienes claman por la mano dura ni tampoco los nostálgicos de la banderola de la plaza de Colón. La clá lleva camino de desbordarse como en las calles de Barcelona y así es imposible que la clase política mantenga la cabeza fría. Rajoy más que saberlo, lo teme porque se juega su credibilidad y de ahí que aumenta la presión para que haya sin dilación una respuesta contundente del Gobierno. Desde hoy mismo.