tras escuchar en la solemnidad del Congreso la implacable máxima mariana de que es mejor no moverse para evitar equivocarte resulta una rotunda temeridad afirmar que el presidente del Gobierno español abandonará su quietismo sobre el desafío catalanista a partir del 2 de octubre. Lo hará. Pero no porque se sienta presionado siquiera por la última invitación al diálogo que llega hasta el rey. Solo una catarata de equivocaciones a modo de encarcelamientos desmedidos y de actuaciones policiales en las dos próximas semanas distorsionaría hasta límites insospechados el nuevo escenario que la sensatez política empieza a desbrozar tras el imposible referéndum del 1-O. Solo una respuesta desaforada contra el corazón del independentismo -excepción hecha de la suerte que corra el radicalismo de la CUP, que no cuenta para el balance de siniestros- dinamitaría en favor del dañino inmovilismo las embrionarias voluntades que empiezan a asomar en ámbitos institucionales y -sobre todo- empresariales para articular una alternativa a la sinrazón. Pero lamentablemente puede ocurrir por la malévola presunción de que todo lo que va mal pueda empeorar en medio de esa inédita campaña de publicidad fiscalizada para un referéndum condenado a no existir.

Bien es verdad que el parte diario de esta guerra táctica de desgaste en búsqueda torpemente del tropiezo ajeno impide una proyección sensata de intenciones y mucho menos de previsiones lógicas. El atrincheramiento de los dos bloques resulta descorazonador porque supone una invitación permanente al despropósito. Después de asistir atónito al vodevil del Parlament con la instauración de una legitimidad alternativa que puede convertirse en un dique de difícil superación para el propio procés, la maquinaria del Estado español de Derecho lleva camino de quemar la junta de su culata democrática con una batería de decisiones que estremecen en su mayoría. La prohibición del acto informativo en suelo madrileño y el esparadrapo en la boca informativa sobre el referéndum sencillamente ensombrecen cuando no marchitan el espíritu de la libertad de expresión. En Moncloa deberían saber que nada pasa desapercibido para quienes escrutan la realidad de la ventana exterior, aunque hasta ahora tampoco parece importarles demasiado los canales de información de los corresponsales extranjeros, mucho más engrasados por la Generalitat desde que se abrieron las hostilidades. Quizá el Gobierno se sienta cómodo al saber que Europa tiene descontado en sus instituciones el pulso independentista de Catalunya y mucho más después de conocer las formas de su atrevimiento más allá de Juncker. No obstante, si la reacción española desbordara los límites dañaría de tal modo la imagen internacional que complicaría seriamente el mensaje de adhesión que el mundo occidental empieza a gotear.

Ante semejante voltaje, no hay espacio para la neutralidad ni siquiera para la reflexión ponderada. Que se lo pregunten a Jordi Évole, ese acreditado periodista a quien tantos prohombres perseguían para que les dignificara su causa ante audiencias millonarias y que ahora desde los cañones soberanistas, sobre todo, sufre el injusto vapuleo inmisericorde por su equidistancia. La tibieza reiterada de Ada Colau es otra cosa. En su dualidad la alcaldesa de Barcelona mezcla las gotas del oportunismo -la carta de ayer-, la indefinición interesada y el tacticismo calculado sabedora de su posición determinante para la suerte de la consulta pero con los ojos puestos en las futuras autonómicas. Pablo Iglesias (por cierto, ¿qué es de Iñigo Errejón?) tiene un serio problema en Catalunya que le puede abrir dentro y fuera de su actual coalición una desagradable grieta de hondas repercusiones electorales.

En este contexto, a Rajoy solo le inquieta que la magnitud de la afrenta desestabilice su reconocidal contención. Que no se desborde la rebelión sobre todo antes del día fatídico. A partir de ahí, sabe que se vuelve a jugar otro partido igual de trascendente pero mucho menos aguerrido sin la asfixia de la urgencia. Será entonces cuando no pueda retrasar por más tiempo el reconocimiento explícito de la razón política que sostiene la reivindicación identitaria al menos de la mitad del pueblo catalán y la exigencia democrática de que la realidad territorial en el Estado español necesita de una imperiosa actualización. Entonces dará un paso en compañía de otros, principalmente del PSOE con quien más le conviene. A cambio de una comisión constitucional no habrá moción de censura mientras en Catalunya el independentismo deberá decidir cómo metaboliza la depresión por el desencanto.