Cuando Francisco Correa y el Bigotes se ganaron por su contribución económica a la financiación irregular del PP un hueco propio en la lista de invitados a la megalómana boda de la hija de José María Aznar en El Escorial, el padrino de la novia no tachó sus nombres por indeseables corruptos. Cuando Aznar advirtió desde su poder infinito en La Moncloa del sesgo catalanista que entrañaba la opa de Gas Natural sobre Endesa no dudó en recurrir a su amigo el inspector fiscal Miguel Blesa para que torpedeara la operación utilizando descaradamente cientos de millones de euros desde la cúpula de Caja Madrid. Cuando Rodrigo Rato imploró en el ámbito de FAES su retorno al corrillo financiero español porque el Fondo Monetario Internacional empezaba a escamarse por algunos de sus turbios manejos financieros dentro y fuera de España, el expresidente no le volvió la espalda. Y cuando tuvo que elegir al candidato idóneo para articular cualquier campaña electoral intrincada, o incluso señalar con el dedo al sucesor de su legado, el presidente del PP siempre prefirió a Mariano Rajoy, ese eficaz y dócil sirviente.

Años después, Blesa se acaba de pegar un tiro mortal directo al corazón harto del vacío social que le supuso cavar su fosa judicial en medio de la avaricia y la insolencia. Rodrigo Rato, a su vez, espera entre las clases espirituales de yoga la temible llamada de la cárcel, aislado por el inmisericorde desprecio que los cenáculos de Madrid aplican a los apestados de su misma clase. Y el próximo miércoles Rajoy encarará el indigesto paseíllo de comparecer ante un tribunal -como testigo, sí, pero envuelto en un caso de financiación irregular- para dar explicaciones sobre cómo se paga una campaña electoral en el PP. Una fotografía que se clavará como un puñal para siempre en el ánimo del presidente del Gobierno.

Aznar, en cambio, seguirá mirando hierático y soberbio hacia otro lado -seguramente, hacia Catalunya su actual obsesión ideológica-, como si la sangrante realidad de sus protegidos más emblemáticos no fuera con él. Se siente inmune judicialmente. Y lo hace con la razón de la evidencia. Ningún fiscal, ninguna acusación particular siquiera le han preguntado si como presidente del Gobierno conocía -o incluso intuía- los desmanes millonarios de Blesa en una entidad pública como Caja Madrid, pasto incesante de los desmanes de políticos, empresarios y sindicalistas. Tampoco ha interesado jamás a la Justicia saber si Aznar protegió celosamente las temerarias actividades económicas paralelas de su vicepresidente primero tan expandidas en su entorno familiar de Asturias durante años. Mucho menos indagar hasta dónde puede llegar la responsabilidad del presidente de un partido en el desarrollo de cualquier campaña electoral. Así que pasen cien años.

El aznarismo sale así indemne de la pestilante corrupción que se anidó en el PP durante la época de su mayor esplendor político y económico. Por todo ello, Aznar se siente blindado aunque haya quien recele de tan favorable presunción de inocencia. Una exculpación que le aporta directamente la arrogancia suficiente sobre la que apoya el altavoz de su acerado discurso en el debate político sobre la vertebración territorial de España a la que únicamente concibe desde su indisoluble unidad. Lo hace, además, comprometiendo la talla política de Rajoy a quien afea sus posiciones desde el desprecio político y con la misma frialdad que empleó para romper amarras con Rato tras su primer procesamiento o con Blesa cuando éste le negó una ayuda económica para los caprichos inversores de su hijo primogénito.

Acosado el procés por el atrincheramiento creciente de las dos posiciones en conflicto, la mínima receta sensata viene a sustanciar que debería huir de todo riesgo de absolutismo. Pero la tozuda realidad solo emite, en cambio, destellos de agresividad en el insufrible toma y daca que supone la acción-reacción. Y así desgraciadamente transcurrirá la pelea hasta la víspera del 1-O, incitando unas veces a las ocurrencias -la quita de la deuda, la primera de ellas-, sugiriendo en otras ocasiones empecinadas voluntades -la comisión en el Congreso de la reforma constitucional que lidera Pedro Sánchez- o alargando la cadena de renuncias ideológicas en el seno de un Govern asaltado por las dudas de su desafío soberanista. Nadie sabe cómo parar este despropósito que ningunea la razón del diálogo y ni siquiera es posible imaginar el alcance de sus repercusiones. Cuando llegue el día fatídico y el problema siga ahí, que los responsables no queden inmunes.