destacados intelectuales apoyados en la resonancia que aportan importantes tribunas mediáticas siguen sembrando periódicamente y cada vez con más frecuencia discursiva sus tesis demoledoras y demonizadoras acerca del sentimiento nacionalista. Juegan con el viento a favor. Saben que el construido ropaje de modernidad inherente a sus discursos, supuestamente aglutinadores de los principios inclusivos y no excluyentes, es el que gusta escuchar, leer o “consumir” a mucha gente que en realidad no desea intentar hacer el mínimo acercamiento de empatía hacia quienes piensan y sienten de manera diferente a la suya.
La supuesta superioridad moral de estas tesis que a continuación resumiré se apoya en calificar al nacionalismo vasco como una monocorde ideología que borra todo atisbo de pluralidad en la suma de unos ciudadanos que con su militancia nacionalista se ven, nos vemos, sin saberlo, degradados al nivel de individuos aborregados en la masa gregaria que secunda acríticamente la idea de una sociedad homogénea, que mostramos el orgullo estúpido de creernos superiores o que exhibimos una voluntad de imponer una ideología política por encima de cualquier otro parámetro de convivencia.
Cuesta mantener (pero hay que hacerlo) el ánimo sereno y firme que requiere la reflexión y la argumentación fundamentada ante este tipo de provocaciones dialécticas bien medidas y que van asentándose como coletilla recurrente en el argumentario generalista de la práctica totalidad de los medios de comunicación cuando se habla, por ejemplo, de cuestiones políticas que aborden conceptos como el de nación plural, o el de nación de naciones, o el de compartir soberanía en el marco europeo.
Ilustres firmas, personas de relevante formación no cejan en el empeño demonizador del sentimiento nacionalista al que califican como ideología provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas. O aluden (y me remonto solo a reflexiones leídas u oídas en las últimas dos semanas) a un nacionalismo de “orejeras” y semilla de violencia.
Exponen su tesis desde su libertad de análisis y de criterio, esa misma libertad de opinión que ellos entienden encorsetada o limitada cuando no ausente en quienes sin complejos ni prepotencias afirmamos nuestra condición de nacionalistas vascos, porque a su juicio tal adscripción ideológica implica sacrificar en el altar de la lealtad a un proyecto nacionalista nuestra capacidad reflexiva crítica y plural.
Incurren así, en realidad, en la misma división en tribus, en “guetos ideológicos” que ellos reprochan al nacionalismo (o a ese tipo de nacionalismo maniqueamente considerado como “malo”) y tratan de instrumentalizar de forma perversa una serie de conceptos con un fin estigmatizador de este sentimiento nacionalista que parecen querer identificar de forma peyorativa con lo obsoleto, con aspiraciones desfasadas y de “antiguo régimen” foral frente a la postmodernidad derivada del concepto mágico de ciudadanía.
Ese discurso ideológico, tan aparentemente compacto y coherente como falso, se “vende” como la panacea de la individualidad frente al grupo, frente a la sociedad, frente, en definitiva, a todo intento por articular otro “demos”, otro sujeto político que no sea el del Estado-Nación y que pretenda convivir y compartir en sociedad de forma civilizada y ordenada sus aspiraciones sociales y políticas.
El binomio Estado-ciudadanos representa para esas concepciones todo el espectro posible de titulares de derechos y obligaciones. Si fuésemos realmente una democracia plurinacional se admitiría con normalidad (y con recíproca empatía) la necesidad de garantizar y proteger, ante la hegemonía nacionalista que representa el Estado-nación español, a las restantes expresiones nacionales (entre ellas la que representamos desde Euskadi) no en clave de contraposición sino de suma. Ése es el verdadero debate pendiente.