Cuando se trata de la corrupción del PP, Mariano Rajoy sabe perfectamente a qué juega. El presidente del Gobierno apoya inequívocamente a Cristina Cifuentes en la crucifixión de Ignacio González, pero sin mover un músculo ni enrojecerse es capaz de proclamar el mismo día que en su partido todos se portan bien. Son las dos caras de una misma moneda que elevan por sí mismas la irritación democrática en un Estado que ve sacudida su estabilidad. A semejante amenaza real en un escenario de minorías parlamentarias contribuyen una catarata interminable de abominables delincuentes del bien público, tramas corruptas e insondables, la supeditación de estamentos judiciales al poder político y la patética debilidad de una oposición fragmentada por su irresponsable ombliguismo. Con todo, se antoja una insuficiente carga para provocar un mínimo por necesario conato de regeneración democrática creíble. Es verdad que el hedor social que desprende la operación Lezo conmociona, sobre todo en los círculos del poder económico de Madrid, pero, sin embargo, que nadie espere una catarsis ordenada por Rajoy. Una vez que el juez Velasco envíe a la cárcel a González junto a su banda de cuatreros y un aire irrespirable fuerce de una vez (?) la marcha silenciosa de Esperanza Aguirre, el presidente del Gobierno dará carpetazo al asunto. Desgraciadamente, Rajoy cree que ya es suficiente y, peor aún, como él lo creen además varios millones de personas, suficientes para que el PP siga siendo durante muchos años el partido más votado.
España tiene una sangrante deuda con la higiene democrática que erosiona la credibilidad de muchas de sus instituciones y de su clase política. La desvergonzada ambición del anterior presidente de la Comunidad de Madrid agudiza esta sensación hasta la paranoia. Más aún, destapa una versátil maquinaria del delito en el que convergen todos los intereses más espurios y mafiosos. Esa ambición desmedida de González y su familia -patético conocer el arresto domiciliario de su anciano padre- airea el desprecio por el servicio público, alienta la codicia y enjuga los instintos más rastreros en una mezcla deplorable de favoritismos cruzados entre la política y el dinero que enlazan fatalmente a la corrupción política con el enriquecimiento personal. Rajoy, en cambio, no cree que sea así. Pero la trama del Canal de Isabel II provoca una derivada inquietante en la Justicia que trastabilla inquietantemente la separación de poderes. Las hilarantes actuaciones del fiscal Anticorrupción y del fiscal general del Estado evidencian que el ministro Catalá bien sabía el calado de sus nombramientos. Tampoco le preocupará a Rajoy porque tiene como rápida respuesta su sorprendente citación como testigo. Y así sin inmutarse hasta la próxima, asistido por el hastío de un amplio sector de la ciudadanía que ha amortizado su desesperanza ante tamaña corrupción.
Ahora bien, quizá esta sacudida corrupta del PP no pase desapercibida en la próxima campaña de las primarias del PSOE. Paradójicamente Ignacio González ha alentado sin quererlo las opciones de Pedro Sánchez para que en sus discursos ajuste cuentas con Susana Díaz y el sector oficial del partido por haber permitido que Rajoy siguiera siendo presidente del Gobierno. Los socialistas se apresuran a convertirse en acusación particular por la operación Lezo para no dar más ventajas a Podemos y su Tramabús. No dejará de ser un fuego de artificio mientras sigan prisioneros de sus contradicciones y de su lucha interna. Y Rajoy, en silencio, cuenta con ello.