Por debajo de la mesa, Soraya Sáenz de Santamaría y Oriol Junqueras se cruzan cromos. Como Artur Mas lo sabe y teme quedarse fuera del recuadro viaja rápido a Madrid para proclamar a los cuatro vientos que siempre hay una puerta abierta para dar salida a ese gato enfurruñado a modo de referéndum. Es consciente de que algo empieza a moverse indefectiblemente. En cambio para el Kursaal, el expresident de la Generalitat que ha arrojado al nacionalismo moderado catalán a sus niveles más bajos de representatividad política deja la emotividad del discurso soberanista ante un auditorio que le escuchó encandilado, muy posiblemente porque al lado aparecía el verbo y la figura del lehendakari Ibarretxe. En Catalunya nada es lo mismo aunque hay un fundado riesgo de que todo acabe peor que antes.

Desde el rey hacia abajo hay una conciencia compartida en Madrid de que es imprescindible responder al pulso soberanista catalán desde la sensatez, pero sin doblar la rodilla porque representa el principal problema para la estabilidad del Estado. Ante un jaque constitucional semejante, ríete tú de preocuparse por la endemoniada bilis política que encierra la reciente oleada de cambios de fiscales, donde Euskadi, por cierto, no es una excepción. En la búsqueda tal vez desesperada de soluciones -tardía, sin duda, pero inevitable-, solo cuatro absurdas mentes golpistas añoran la suspensión de la autonomía. En cambio son millones quienes se amotinarán contra un referéndum. Y en medio, siempre queda el posibilismo de unas elecciones anticipadas que pospongan el derecho a decidir hasta que se haya conseguido, por fin, un Estatut mucho más armado en sus convicciones identitarias y de financiación y sin riesgo de ser cepillado. Vaya, la cuadratura del círculo: no hay referéndum, pero sí la promesa de hacerlo con el gancho de un nuevo marco de relación con España.

Sin resquicio a la duda ni la interpretación, el Gobierno está encantado con Junqueras como embajador catalán en Moncloa. Todos saben a qué viene, qué es lo que quiere y, lo más importante, que tiene menos prisa porque es mucho más pragmático. Soraya entiende su lenguaje aunque otra cosa bien diferente es que lo comprenda desde su trinchera. Con Puigdemont, sin embargo, ni lo entiende ni hace esfuerzos para seguirle el hilo. A Rajoy le ocurre lo mismo y de ahí que el presidente sonríe socarronamente cuando alguien le susurra que en Catalunya se oye hablar de elecciones anticipadas. Es entonces cuando Mas, consciente de su debilidad, aprieta el acelerador y se ofrece a negociar cualquier salida que le proponga el Estado. Bien sabe que todo adelanto electoral supondría el fin de trayecto para Junts Pel Si y posiblemente de su figura, al margen de su suerte en la Justicia, a cambio de encumbrar a Junqueras y abrir la puerta a Ada Colau para rebajar la tensión independentista.

Catalunya se prepara para los signos. Casi tres meses después de su última visita, Felipe VI despliega desde mañana en Barcelona una intensa ronda de contactos económicos -básicos para desnivelar la balanza soberanista- y culturales que ahondan en esa intencionada figura que el Gobierno del PP viene acuñando últimamente de que España quiere a Catalunya. La vicepresidenta no se despegará de su lado en ese papel de hormiguita incansable que parece haber encontrado la vía de escape por la que reconducir tanta tensión acumulada. Pero tanta parafernalia de fotos, discursos de unidad y sonrisas forzadas son fuegos de artificio. El auténtico partido se juega en mesas mucho más discretas. Es allí donde coinciden quienes vienen estudiando cómo articular en un nuevo Estatut las auténticas realidades nacionales, culturales y de financiación para que el pueblo catalán las sancione finalmente en un referéndum, pero sin que haya al lado una urna sobre la independencia. Ahora bien, para entonces Rajoy habrá tenido que mover ficha. Lo hará por la vía del ansiado por necesario Corredor del Mediterráneo, de nuevas inversiones en infraestructuras o de nuevos guiños presupuestarios a Junqueras con remesas que palien el déficit galopante de la Generalitat. Pero el presidente ya no puede seguir fumándose un puro porque la propia convivencia democrática le exige respuestas que eviten el drama de un temible choque de trenes. Otra cosa bien distinta es imaginarse ingenuamente que, a cambio, los jueces van a frenar el procesamiento de Forcadell por haber permitido lo que en ley, no en sentimiento ni en creencia, le estaba prohibido. La tensión seguirá en aumento, pero el diálogo también.