El proceso de desgaste que viene sufriendo en las democracias occidentales el sistema de representación se traduce habitualmente en abstención. En el caso de los Estados Unidos, esa fatiga de material -que comenzó en la década de los años 90 del siglo pasado- ha quedado en evidencia hasta dar lugar a la elección de ayer, en la que los votantes elegieron entre la candidata que más antipatías cosecha y el que más miedo da. En el tránsito se han quedado jirones de calidad democrática.

Difícilmente habrían podido llegar los dos candidatos tan igualados en las encuestas si un personaje tan reprobado públicamente por las estructuras de su propio partido como Donald Trump no tuviera enfrente a alguien como Hillary Clinton, carente del mínimo carisma y, sin embargo -y en eso tiene razón el republicano- aupada por un modelo en el que el crecimiento político se define en el club privado de las grandes familias de la política estadounidense: el establishment.

El fenómeno no es nuevo pero nunca como ahora había llegado al extremo de tensionar hasta el riesgo de colapso el modelo de representación. Trump ha logrado hacer del rechazo a quienes encarnan ese círculo de poder político un emblema capaz de hacer olvidar a millones de estadounidenses de clase media y baja que él mismo es la versión misógina y xenófoba de la élite económica. Lo más sarcástico del asunto es que la esperanza de su propio partido, el Republicano, es que ese mismo establishment que Trump confronta sea el que le ate las manos si ocupa la Casa Blanca.

Pese a lo que diga, Trump no es un outsider como lo eran el verde Ralph Nader o el ultraderechista Ross Perot. Aquél transpira poder y se aúpa en el sistema y estos pretendieron ser una alternativa al bipartidismo; el primero distrajo suficiente voto progresista como para que Al Gore perdiera en Florida frente a George W. Bush y el segundo llegó a alcanzar un 19% de votos en la única elección a tres que recordamos y que ganó Bill Clinton. Trump se ha visto favorecido de esas experiencias y de ahí su acogida, con la mano en la nariz, por el Partido Republicano.

Con independencia de quién gane el despacho oval, pierde un modelo de representación que permitía contrastar fórmulas con las que afrontar los problemas. Los de dentro y los de fuera de EEUU, no lo olvidemos. Pero nada de lo que ofrece Trump es realizable. Afortunadamente. Del mismo modo que gran parte del discurso que llevó a la presidencia a Barack Obama acabó atenuado o directamente enterrado. Lamentablemente. Lo que significa Trump ha ganado ya porque su estrategia del miedo y el insulto se ha instalado en la política para quedarse, desplazando al debate de ideas. Su éxito es que el votante estadounidense le ha comprado su contrapolítica y se ha polarizado en torno a ella.