Ni su incapacidad para articular una alternativa al ultraliberalismo del PP, ni las puñaladas traperas entre sus barones y arribistas, ni la crisis mundial de la socialdemocracia, ni el dirigismo arrogante de quienes han sido sus padrinos mediáticos, son los principales causantes del estado lamentable en que ha quedado el PSOE tras estos trescientos y pico días de descomposición. Lo que ha postrado en la máxima decadencia al partido que fundó el 2 de mayo de 1897 otro Pablo Iglesias, ha sido su obsesiva defensa del centralismo jacobino, su carrera a codazos en competencia con la derecha de toda la vida para sacar pecho en españolidad. Al PSOE le ha perdido su blindaje fanático de la España Una, su incompetencia para entender y aceptar las realidades nacionales diferenciadas de la periferia.
En el momento más delicado de la Segunda República, el portavoz de la derecha extrema José Calvo Sotelo pronunció en las Cortes españolas su famosa sentencia “Antes roja que rota”. Con ella, el líder conservador quería advertir que una España gobernada por la izquierda sería un desastre, pero un desastre pasajero; por el contrario, si su España “se rompía”, ya no habría marcha atrás. El PSOE renacido en Suresnes, el PSOE de los González, Guerra, Rodríguez Ibarra, Bono, Chaves, Leguina y demás barones exaltados del nacionalismo español, 81 años después de la soflama de Calvo Sotelo han ido aún más lejos: “Antes negra que rota”. Y digo negra, porque acaban de proclamar que antes de mezclarse con los que “quieren romper España”, la prefieren humillada, injusta, corrompida, esclavizada, empobrecida, enmudecida, sumida en la oscuridad colectiva, en la tiniebla impuesta por la presión de los fondos de inversión y los intereses difusos del gran capital. Esa España negra que de la mano del PP ha propiciado el enriquecimiento selectivo de los suyos, el avasallamiento de los derechos sociales y ha consolidado la pobreza y la exclusión de buena parte de la ciudadanía.
El PSOE de los últimos tiempos ha competido ferozmente con las derechas de toda la vida, hoy PP y Ciudadanos, para implantar esa línea roja que está prohibido traspasar y que concretan en el principio cateto de “que no se rompa España”. Principio blandido como amenaza externa para no acercarse ni una pizca a formaciones políticas que a su entender ponen en riesgo la España Una, y como amenaza interna para impedir a sus federaciones periféricas cualquier intento de acuerdo con lo que huela a secesionista según su olfato patológico.
En esa rivalidad obsesiva se ha movido el PSOE desde hace décadas. Ha competido con el PP en patrioterismo, disputándose la máxima firmeza ante el terrorismo separatista y sus alucinadas derivadas garzonianas, sacando pecho contra reivindicaciones identitarias, contra símbolos, banderas y pancartas. Y ahora, cuando ha entregado el Gobierno a Mariano Rajoy, presidente de un partido corrupto y responsable de las mayores agresiones conocidas contra los trabajadores y las clases más desfavorecidas, hay que recordar cómo y por qué ha llegado el PSOE a esta lamentable degradación.
Pedro Sánchez, el líder defenestrado, recibió del comité federal el mandato de no pactar con los que quieren “romper España”. Es un sarcasmo añadir que también recibió el mandato de evitar unas terceras elecciones, o sea, ahí te estrelles que no tienes solución. Y en la refriega han vuelto a ganar los jacobinos, aun a costa de dejar al partido hecho unos zorros, chupando rueda del PP, aceptando las migajas del eterno segundón, quedando casi en ruinas y sin pintar nada precisamente en las comunidades en las que hierve el problema identitario.
El PSOE ha preferido, una vez más, esquivar todo acercamiento a quienes defienden el Estado plurinacional, aun a costa de su propia deflagración, aun a costa de perpetuar su carácter de monaguillo, aun a costa de renunciar a su supuesta vocación progresista y de izquierdas. Antes negra que rota, ha sido la decisión. Y eso presuponiendo que el ejercicio del derecho a decidir implicase necesariamente la ruptura, lo que tampoco debería ser una hecatombe porque sería una prueba evidente de que lo que pudiera romperse ya está roto.
Por esta obsesión de no rozarse con los nacionalistas o con los que defienden el derecho democrático a decidir otro destino que no sea la España Una, vuelven el agostazo, el marzazo, el abstencionazo y todos los fracasos y traiciones que las sucesivas direcciones del PSOE han venido protagonizando para su desgracia y a costa de entregar el poder a la España negra disfrazada de UPN o de PP. Todo, antes de que del Ebro para abajo puedan ser acusados de malos españoles. Una vez más, y esta es la otra cara de la tragedia, los dirigentes del PSOE se distancian de sus bases, cada vez más escasas, más desengañadas, más abatidas. Mientras tanto, la derecha saca pecho y aplauden -serviles y por fin tranquilos- los poderes mediáticos.