Hoy es, según denominación oficial, Fiesta Nacional de España. Se decidió que así fuera en octubre de 1987 y en la exposición de motivos de la ley se alude a la “construcción del Estado a partir de la pluralidad”, a la “efemérides histórica” (se refiere al “descubrimiento de América”) y a la “integración de los diferentes reinos de España en una misma monarquía”. Con estos mimbres, a caballo entre la historia y el mito, con el aderezo de medias verdades, se ha ido construyendo lo que hoy celebran los españoles. Los demás, los que no nos sentimos españoles, disfrutamos de un día no laborable.

A mí me parece lógico que los españoles celebren un día al año su pertenencia a una comunidad política, aunque me sorprende que necesiten rebuscar argumentos en una historia trucada en lugar de asumir como natural, por ejemplo, la del seis de diciembre. También festivo, por cierto. Algún intento hubo en ese sentido, pero a la derecha española siempre le ha ido más la épica que la política. Eso explica el desapego que muchos españoles tienen por la fecha escogida, que ya fue utilizada profusamente por las dictaduras de Primo de Rivera y de Franco: la Raza, la Hispanidad y esas cosas. Y además, impregnado de un castrismo nacional católico.

Pero hay más: el respeto hacia quien se siente español debería ser correspondido de la misma manera hacia quien no tiene ese sentido de pertenencia. Y ahí se abre la brecha. Lo más suave que se escucha desde quienes sienten esta fiesta como suya es que los demás son “antipatriotas” y hasta según el inefable ministro Fernández Díaz en referencia a la alcaldesa de Badalona, una “indigente cultural”. Lo dice el que otorgó la medalla al mérito policial a la Virgen del Amor o la cruz de plata de la Guardia Civil a la Santísima Virgen de los Dolores de Archidona. Eso sí que es nivel cultural.

Pero las anécdotas y los insultos remiten a una cuestión mucho más profunda, que tiene que ver con la aceptación de identidades nacionales distintas dentro del Estado español y lo que su aceptación conllevaría: la libertad de elegir. Ahí es cuando tocamos hueso y ahí radica parte del problema irresuelto que lleva lastrando España desde el final de la dictadura. Ahora Catalunya, ahora Euskadi, a veces las dos a la vez. El defenestrado Plan Ibarretxe contemplaba una solución de doble nacionalidad voluntaria ligada al concepto de ciudadanía, lo que no supondría merma de derechos y obligaciones para quienes optaran por una u otra fórmula. No se me ocurre otra propuesta más respetuosa con las identidades nacionales que cada cual tiene a bien sentir, porque hablamos de sentimientos. Y sentir, lo que se dice sentir, no siento este 12-0.