Mariano Rajoy se dio ayer un tiro político en el pie de sus aspiraciones como gobernante. Lo hizo con la escopeta de la unidad española, a la que cargó excesivamente de munición en una sorprendente estrategia que solo le granjeará más enemigos, empezando por el PNV a quien tanto invoca como remedio a sus males. Fue tal la descarga de moralina españolizante que el candidato del PP redujo inopinadamente una sesión de investidura concebida para la búsqueda desesperada de apoyos en una sonora bofetada al entendimiento entre diferentes. Así, las terceras elecciones están mucho más cerca salvo que el sector más derechizado del PSOE tercie para acabar de una vez con las enrevesadas pretensiones de Pedro Sánchez. No es descartable que Rajoy, mucho más efectivo en las réplicas de distancia corta, enfocara mal su dialéctica. Es inaudito que quien ansía irremediablemente el apoyo del PSOE sea incapaz de guiñarle siquiera un ojo en 36 folios de discurso. No les citó una vez en una muestra proclive al desprecio que solo acaba irritando. Tampoco es comprensible que dedique más tiempo desde la tribuna a combatir el frente soberanista catalán que a las fórmulas de mejor y mayor empleo o a la lucha por la igualdad social porque sabe que con estas antiguallas no arrancará un voto más. ¿Por qué se pilla los dedos de una manera tan pueril cuando él mismo apela a la urgencia de un gobierno por razones de Estado? En el más difícil todavía, Rajoy ni siquiera agradó a Ciudadanos a pesar de que les llenó de elogios. Albert Rivera había supuesto ingenuamente que su pacto socorrido con el PP estaba concebido para elevar la presión sobre la cerril voluntad socialista. Paradójicamente, Sánchez tuvo que esperar a que acabara una sesión plenaria plagada de expectación -solo había sitio libre en la bancada de los ministros, cada vez son menos- para que el portavoz del PP le recordara que las alusiones al gran pacto y a la búsqueda de consenso eran para él. Vaya, como para sentirse convertido. O quizá tiene más lógica que el presidente en funciones -sin la chispa suficiente en una lectura monocorde- sintiera todavía el escozor por el desprecio que el líder socialista mostró en un gesto erróneo y poco alentador hacia la breve reunión que ambos mantuvieron. Sirvió tan solo para evidenciar que sencillamente ni se entienden ni tampoco, en este momento tan delicado, Sánchez se esfuerza mucho por disimularlo y causa de muchos males. Así las cosas, dividida por la trinchera del modelo territorial, los efectos malditos de la corrupción y de la recuperación económico-social, y en medio de un insostenible antagonismo político, ahora mismo España está abocada a unas terceras elecciones. Es la inmediata fotografía resultante del decepcionante arranque de una triple jornada institucional que concluirá fatalmente sin investir a nadie. Por tanto, para ese complicado rescate que impida las urnas navideñas solo existe ya una solución traumática: el puñetazo en la mesa del sector más jacobino del socialismo español que acabe imponiendo aunque sea tapándose la nariz la abstención que necesita Rajoy. Pensar por un momento en la viabilidad de un gobierno alternativo de Sánchez junto a Podemos a cambio de la moneda del derecho a decidir, empezando por Catalunya, es desconocer la capacidad de aguante del poder real del PSOE. Otra cosa bien distinta es cómo y quién consigue disimular la caspa que sorprendentemente ayer volvió a caer sobre el futuro de la convivencia dentro de España.