La mayoría de quienes se pronuncian en mi entorno acerca del resultado del referéndum del pasado día 23 en el Reino Unido, lo hacen apenados o disgustados por la decisión que han tomado los británicos. Algunos, incluso, se lamentan de que se les haya dado la posibilidad de decidir. Creo, sin embargo, que la victoria de la salida ha sido, para mí, buena muestra de que la decisión de Cameron fue, desde un punto de vista democrático, impecable. Pero a la vista del terremoto que ha provocado en el mundo político y en los mercados financieros la decisión de abandonar la UE, parece que esta ha sido una decisión perjudicial.

En este asunto hay un problema importante, pero que la mayoría obvia. Cuando fue creada, no se llamaba Unión Europea, sino Comunidad Económica Europea. A lo largo de las décadas transcurridas desde su fundación, lo que en principio era poco más que un espacio de libre comercio ha ido ganando entidad, tanto política como económica. Un buen número de países europeos comparten, incluso, moneda. La integración se ha hecho creando organismos políticos comunes y dotándose de normas comunitarias en algunas áreas. También se han dedicado importantes volúmenes de recursos a la ejecución de políticas públicas, como la agrícola, por ejemplo. Cada vez han sido más las materias acerca de las cuales importantes decisiones que nos afectan se toman en Bruselas. No sé si eso era necesario o no, pero ha contado con oposición en algunos países, como Francia, Dinamarca, el Reino Unido o, más recientemente, Polonia o Hungría.

Confieso que ese proceso no me ha resultado atractivo. No he llegado a entender las razones por las que era bueno que decisiones importantes se alejasen de nuestro entorno más inmediato. Y sospecho que algo parecido -formulado así o de un modo más difuso- está en las mentes de muchos europeos. Este aspecto de la cuestión tiene más trascendencia si tenemos en cuenta el déficit democrático que aqueja al proyecto de unidad europea tal y como se ha producido. Un inglés, partidario de la salida, al que se le preguntaba uno de estos días, lo expresaba con claridad y sencillez: “Si no me gusta cómo lo hace Cameron, en las siguientes elecciones no le voto, pero si no me gusta cómo lo hace Juncker, me fastidio.”

El problema del proyecto de Unión Europea no es, como dicen muchos, que se queda corto, que debería ser más ambicioso. El problema es el contrario; se ha ido más allá de lo razonable sin contar con un sistema de gobernanza que hubiera subsanado el déficit democrático europeo. Habrá quien diga que entonces lo que había que haber hecho era desarrollar ese sistema realmente democrático de gobernanza en paralelo al proceso de integración. Pero me temo que esa tampoco era una solución. El intento habría fracasado, porque ello habría supuesto una excesiva cesión de soberanía hacia arriba, excesivo alejamiento de los órganos de decisión y pérdida de la vinculación de los órganos y ámbitos decisorios con respecto al espacio político y la comunidad a la que se pertenece.

Nos encontramos, una vez más, con los sentimientos de pertenencia, con las identidades colectivas. No se construye una identidad europea en unas pocas décadas. Por muy atractiva que pueda resultar a muchos -entre los que me incluyo- esa identidad común, harían falta generaciones para que llegase a ser compatible con las identidades nacionales o locales. Y esas, aunque a veces no las queramos ver, están ahí, dispuestas a pasar factura. Siempre lo están. Algunos piensan que eso debería combatirse mediante la educación y un discurso político ad hoc. Pero no tendría éxito; las identidades colectivas forman parte de la naturaleza humana, más en unas personas que en otras, pero son parte de nuestro sustrato emocional. Sería bueno que no ignorásemos ese factor, porque tengo la impresión de que de su falta de consideración proceden algunos de los mayores peligros que han de afrontar las sociedades abiertas en el inmediato futuro.