Anda España entretenida con la Eurocopa en esta recta final de campaña, con el postureo de nuevo como manual político mientras sobrevuela la posibilidad de otras elecciones en medio de una guerra de trincheras que arrasa el territorio del medio, PSOE y Ciudadanos y deja a la cabeza los dos polos, ya aislados, que parece no reclutarán para una hipotética (e inútil) investidura más apoyos que los de su grupo parlamentario.
Se escenificó claramente en el debate a cuatro del pasado día 13 (ay, qué posición más obvia la del bocadillo de Sánchez-Rivera) del que se habló hasta la náusea y nada se clarificó sobre el que debiera ser el principal escenario después del próximo domingo: el de los grandes consensos, ahí donde el sudoku cae en la exageración.
Sobre el debate a siete en TVE en la última semana de campaña electoral, dos consideraciones: al igual que en la campaña del 20-D, los cuatro grandes partidos del tablero enviaron a sus segundos para debatir con los nacionalistas demostrando la importancia que les imprimen. Ahí estaban Gabriel Rufián (ERC), Aitor Esteban (PNV) y Carles Campuzano (Convergencia), aprovechando la visibilidad que les brindaban por un día y siendo ocultados el resto, excepto en la agenda que agita, según los días y el medio de comunicación, como un fantasma, Podemos.
Como si las reivindicaciones sobre la territorialidad que el propio Pablo Iglesias dibujó en rojo y con tiralíneas en la anterior noche electoral no tuvieran suficiente enjundia llegando desde las comunidades periféricas y sí desde un partido que apuesta por selecciones nacionales propias o un referéndum con intermitente que firmó el fracaso de la investidura. La máquina de independentistas que puso en marcha el cepillado del Estatut y acabó en superávit con el Gobierno de Rajoy se oculta en campaña por el resto diagnosticando esa miopía en la que descansa la gran madre del cordero de los pactos: la de la plurinacionalidad, esa que nos llevó a la repetición electoral tras aquel cuadro de exigencias del de los círculos y el inmediato freno de los barones socialistas.
Si así fue después del 20-D, era de esperar que, con más fuerza, las agendas de las formaciones soberanistas, como fantasmas incorpóreos, fueran apartadas de los mensajes de las grandes formaciones. El discurso ayer de Rajoy en Barcelona proponiendo un pacto de financiación para atraer a los viejos y moderados votantes de CiU llega muy tarde. En el caso de Sánchez, el veto firme de su propio partido alumbró los cuatro meses de paripé negociador que nos hicieron llegar justo a donde estamos.
Con semejante panorama preventivo por barrios y sus fronteras, al electorado solo le quedan dos opciones: o ver cómo los candidatos se desdicen y empiezan a pactar con aquellos de los de abjuraron o tocará arremangarse para unas terceras elecciones. En el primer caso, el campo es utópico pero no imposible, las campañas electorales son territorio de palabras aladas. En el segundo, la parálisis trae paradójicamente consigo la fórmula del crecimiento: el fracaso de las negociaciones en segundo round solo puede hacer subir enteros a los que no han parado de amplificarse y además hablan cuando les conviene por el micrófono de los silenciados entonando una incómoda canción. Todo dependerá, extrañamente, de la estrategia del PSOE y su enredada batuta: facilitar la gran coalición (sin Sánchez), aupar a Iglesias a tocar el cielo (sin Sánchez y con referéndum como fantasma tomando forma) o llamar a rebato a la tercera ronda.