En Catalunya, el aire electoral del 26-J está contaminado. Ocurre que la tensa situación política, derivada del bochornoso chantaje institucional de los antisistema de la CUP al Govern independentista de Carles Puigdemont, obliga a jugar en dos campos la llegada de la próxima cita con las urnas. En el primero se asiste al viacrucis de un procés soberanista que se antoja gripado por una incapacidad manifiesta para dar un salto adelante creíble y sostenible, mermado por su debilidad parlamentaria. En el otro, el combate a cara descubierta entre una ilusión prendida en la contestación social capaz de apropiarse democráticamente del Ayuntamiento de Barcelona y, de otro lado, el independentismo que nunca ha encontrado en unos comicios generales su hábitat más propicio.

La inconsistencia del apurado Govern Puigdemont, consecuencia última de un malabarismo desconcertante de Artur Mas para evitar el ridículo de unas nuevas elecciones que le hubieran desgastado peligrosamente, aflora para mostrar su desnudez en el peor momento. La beligerancia del sector anticapitalista de la CUP puede estar lapidando la dosis de credibilidad suficiente para el independentismo catalán que pretende avanzar sin darse cuenta de sus propias debilidades. Un aguerrido grupo envalentonado hasta el extremo de sacar de quicio a sus compañeros del bloque más propenso al soberanismo y que representan una indudable amenaza para la estabilidad institucional de una autonomía -de momento- asediada por el fantasma permanente de unas elecciones. Toda una hilaridad cuando el auténtico drama existencial es su descafeinada financiación que le está abocando a una incesante catarata de recortes hábilmente emboscados por la dialéctica entre seguir o irse de España.

Prisionero de su obligada condescendencia para armar una mayoría absoluta, el independentismo cruza los dedos ante el examen que se le avecina el 26-J. Es posible que ERC salve los muebles, que como siempre se prefiera el modo original a la copia con reparos. En suma, que no se tenga en cuenta el armisticio que Oriol Junqueras ha ido a buscar en más de tres ocasiones a La Moncloa para que entre Soraya Sáenz de Santamaría, Cristóbal Montoro y Luis de Guindos oxigenen la pírrica credibilidad que Catalunya ofrece a los mercados y sujeten las maltrechas cuentas de la Generalitat. Pero Convergència teme por su calvario y le sobran razones para adoptar una posición tan angustiosa. En su última comparecencia electoral antes de transformarse en otra formación política alcanzará el peor resultado de su historia, ahondando el estado de crisis permanente en el que deambula sin que la testaruda obstinación de Mas y su coro aborde una reflexión más autocrítica y menos exculpatoria.

Y si adquiere carta de naturaleza el pronóstico extendido de que se asistirá a otro paso más hacia el hundimiento de Mas, el Govern del anonadado Puigdemont -vaya papeleta- afrontará un otoño depresivo. Deberá saber que la voz hasta ahora más meliflua del proyecto catalán de Ada Colau subirá de tono, fortalecido por su imparable crecimiento electoral y el protagonismo que le proporcionará la conversión de su movimiento social en un nuevo partido. Para entonces, Mariano Rajoy ya habrá sido investido y en sus primeros pasos no se advertirá urgencia alguna para idear posibles vías que encaucen siquiera el problema -este sí que es un conflicto- catalán, consciente de la debilidad de sus promotores y que cada vez son menos mayoritarios. Otro patético éxito de ese quietismo empleado como estrategia para así sentarse a esperar cómo se cae tu enemigo.