recientemente se han dado las circunstancias coincidentes de dos desalojos que, a pesar de no tener nada que ver en cuanto a su relevancia e inmoralidad, indican una misma y desaforada manera de acabar con el problema creado por personas que ocupan un espacio que no es el suyo. Por supuesto, el campo de refugiados de Idomeni y el edificio abandonado de una sucursal bancaria en el barcelonés barrio de Gràcia no tienen en común nada más que el desalojo violento de sus ocupantes.

Aunque con desenlaces semejantes, tampoco son comparables los casi 9.000 refugiados en el campo de Idomeni y las docenas de okupas del banco expropiado en Gràcia. Pero en ambos casos se puede comprobar que las personas que ocupaban espacios que no les pertenecían, fueron tratadas como se trata al enemigo, fueron arrancadas por la fuerza unas por orden judicial y otras por decisión política.

La consideración como enemigas de las personas ocupantes del campo de Idomeni y las okupas del banco de Gràcia les ha convertido en personas percibidas como incompatibles, personas que amenazan la estabilidad y que deben ser erradicadas del lugar porque generan hostilidad, desconfianza y miedo. Por ello, los poderes que se sienten amenazados han decidido que el peligro hay que tratarlo con fuerza, agresividad y, si fuera necesario, utilizando la violencia. Todo lo necesario contra un enemigo. En Idomeni entraron en acción policías, militares y grandes máquinas excavadoras, todo ello para desalojar a los 9.000 enemigos y para arrasar las tiendas de campaña en las que se alojaron. En Gràcia se ocuparon del asunto policías antidisturbios militarizados para sacar del banco expropiado a las docenas de okupas de forma expeditiva y mientras vehículos blindados vigilaban de cerca la operación.

Está claro que en ninguno de los dos casos las personas ocupantes de esos espacios estuvieron delinquiendo, al menos ninguna actitud que supusiera amenaza propia de quien se considera enemigo. Pero los refugiados del campo de Idomeni estaban ocupando un pedazo de tierra de Europa, y Europa no les pertenece, no es de ellos ni para ellos. El banco ocupado en Gràcia tampoco era ni de los okupas ni para los okupas. Y los propietarios, se supone que legítimos, de ambos espacios han reclamado su propiedad, han decidido tratarles como invasores, como enemigos, porque resulta que refugiados y okupas son enemigos de su estilo de vida, de sus privilegios, de su prepotencia de gentes de orden. Por eso les han enviado la fuerza y, si hiciera falta, la violencia.

A las 9.000 personas desalojadas precipitadamente de Idomeni ni les dio tiempo, ni tuvieron medios, ni siquiera ánimo para enfrentarse al desahucio de su campamento. Fueron introducidos a empujones en los autobuses para que prosiguiesen su desesperado viaje a ninguna parte. A las docenas de okupas sobre las que cayó la violencia del desalojo policial, sin embargo, se unieron centenares de personas que pusieron el barrio barcelonés de Gràcia patas arriba durante varios días en enfrentamientos y lucha cuerpo a cuerpo con los Mossos, con el resultado de decenas de heridos y detenidos.

Siempre quedará en el aire la pregunta de si no se pudieron hacer las cosas de otra manera, de si deberían afrontarse situaciones tan graves como el desalojo de un campo de refugiados o de un local ocupado yendo a la raíz del problema. Ni refugiados ni okupas son enemigos de nadie. Son personas que intentan tener una vida digna y vivir en libertad. A lo más, son enemigos inconscientes de un sistema que, cuando se produce el choque, estremece por su brutalidad en el caso de Idomeni y por el escándalo de la opinión publicada en el caso del barrio de Gràcia.

La manera de afrontar el problema desde la perversidad del sistema deja siempre el poso de un escaparate de desigualdad, pobreza y violencia. No es fácil asimilar sin indignación que este sistema perverso ha conseguido que 62.000 multimillonarios posean tanta riqueza como la mitad de los habitantes más pobres de la Tierra. No es fácil cruzarse de brazos en silencio ante un sistema insolidario que rescata a los bancos y manda desalojar una sucursal convertida en centro social, un sistema que encierra en campos militarizados y cerrados con alambre de espino a quienes huyen de la guerra.

La oleada invasiva de refugiados que intentan sobrevivir tras la terrible experiencia de una guerra que asoló sus hogares y la osadía de unos okupas que tratan de humanizar sus barrios y dotarlos de unos mínimos de convivencia, han terminado por ser considerados como enemigos del sistema. Pero su presencia hace pensar. Y eso sí, el pensamiento, el pensamiento libre, sí que puede convertirse en una amenaza para el sistema.