Los seres humanos disponemos de mecanismos neurológicos que generan comportamientos de solidaridad con los demás miembros del grupo al que pertenecemos. Somos compasivos y generosos por esa razón. Y aunque esos rasgos no adornan a todos por igual, lo hacen en una medida suficiente como para garantizar la cohesión interna del grupo. Pero son esos mismos mecanismos los que generan comportamientos de rechazo al otro -extranjero, diferente-, y en mayor medida cuanto más pobre es el otro y más riesgo atribuimos a su presencia entre nosotros.
Los pensadores de la Ilustración formularon el ideal cosmopolita con la intención, precisamente, de anular o atenuar esas tendencias. No lo consiguieron. Es más, al identificarse ese ideal con la desaparición de los rasgos propios de cada grupo humano, los pensadores románticos, haciendo bandera de las diferencias, las exaltaron y se opusieron con éxito a lo que consideraban un proyecto de aniquiliación de culturas, rasgos y valores diferenciales. La reacción romántica se vio favorecida por esa tendencia humana, antes citada, a distinguirse y defenderse de los extranjeros, que hunde sus raíces en nuestro carácter grupal. Y así hemos llegado al momento presente sin haber conjugado de forma razonable los ideales universalistas de la Ilustración, con la legítima y saludable pervivencia de elementos culturales que nos identifican como miembros de un grupo para el que queremos continuidad en el tiempo y que trascienda más allá de la mera existencia individual. Opino que resolver razonablemente bien esta contradicción es uno de los grandes retos de nuestro tiempo.
Sin los elementos anteriores no se pueden valorar correctamente los problemas que afronta Europa con los refugiados y emigrantes que llaman a sus puertas y que en demasiados casos y en números escandalosos, perecen tratando de llegar hasta nosotros. Rechazamos a los extranjeros. Más a los pobres -es cierto- porque los pobres son cientos de miles y es a ellos a quienes consideramos una mayor amenaza para nuestra seguridad, bienestar y -aunque muchos no quieran reconocerlo- nuestra misma identidad. Es la razón por la que, por ejemplo, en Austria ha estado a punto de alcanzar la presidencia un político de extrema derecha, y por la que muchos ciudadanos alemanes Merkel.
Es importante ser conscientes de que el rechazo al extranjero está profundamente enraizado en nuestra naturaleza, y que no es un problema resoluble simplemente apelando a la voluntad de unos o de otros. La gente que huye de las guerras o de la miseria y que busca una vida mejor seguirá llamando a nuestras puertas. Y Europa necesita actuar de forma compasiva e inteligente. Ha de ser compasiva con esos miles de desheredados porque de otra forma no podríamos mirarnos a la cara en el espejo y seguir pensando que somos la vanguardia de la civilización. Y ha de actuar de forma inteligente, porque de otro modo la magnitud de la frustración generada entre esos desheredados puede incluso acabar con ella.
La pedagogía política basada en los ideales de la Ilustración es más necesaria que nunca. Pero además, hay que mostrar a nuestros compatriotas que se puede gestionar de forma eficaz la llegada de tantas personas y que pueden contribuir de forma significativa a nuestro bienestar. Al fin y al cabo, algunos países europeos se encuentran en declive demográfico. Pero tampoco podemos obviar la existencia de un fuerte rechazo a quienes, por ser diferentes, los percibimos como una amenaza. Por eso debemos facilitar la integración económica y cultural de los que llegan. No sé si nos va en ello la supervivencia, pero es seguro que nos jugamos la dignidad.