Si algún presidente hay para presentar la rendición de Estados Unidos al régimen de Fidel Castro, éste es el presidente Obama, quien antes y después de llegar la Casa Blanca aceptaba la idea de que la política internacional norteamericana es arrogante y se sumaba a quienes deseaban dejar vivir a sistemas rechazados por la política tradicional de Washington.
Y es lo que hizo esta pasada semana en La Habana, cuando reconoció que Washington ha fracasado en llevar la democracia y la libertad de mercado y de expresión a Cuba, a pesar de más de 45 años de sanciones y aislamiento.
Obama, que decidió restablecer relaciones diplomáticas hace más de un año y reducir en lo que puede las sanciones y facilitar los viajes prohibidos hasta ahora, acabó por inclinarse ante dos realidades: que no tenía sentido mantener la última frontera de una Guerra Fría acabada hace un cuarto de siglo y que la demografía norteamericana ya no da protagonismo al exilio cubano.
Lejos están los tiempos en que los exiliados cubanos determinaban los comicios del estado de Florida, que repercutían en las elecciones para la Casa Blanca. No llegaban al millón en Estados Unidos, aproximadamente el 0,5% del censo norteamericano, pero tenían unos privilegios que envidian todavía los demás inmigrantes hispanos.
Demócratas, Republicanos y la Casa Blanca se plegaban a las demandas del exilio cubano, la principal de las cuales era castigar a los hermanos Castro por haberles perseguido, expropiado sus posesiones y crear una situación que les había impulsado al exilio. Para esto exigían el mantenimiento del embargo, la exclusión de Cuba de los foros hemisféricos e incluso de las organizaciones financieras internacionales y la ruptura de relaciones diplomáticas.
Los exiliados ni estaban solos ni fueron los primeros en pedir esto: antes alzaron la voz de alarma las empresas nortemaericanas, que perdieron casi 2 mil millones de dólares (equivalentes a unos 15 mil millones de hoy en día) cuando Castro les expropió en 1960.
La Guerra Fría llevó a Cuba al primer plano, desde la crisis de los misiles que los soviéticos estaban instalando en la isla durante la presidencia de John F. Kennedy, hasta los combatientes cubanos en lugares remotos como Angola y donde podían fomentar movimientos revolucionarios anti-americanos.
Cuando los exiliados cubanos se adaptaron a la vida de Estados Unidos, supieron utilizar los resortes del poder y obtuvieron logros como la creación de Radio Martí que, a pesar de los esfuerzos de La Habana, tuvo incialmente el gran éxito de impulsar cambios en la programación de la isla: jóvenes y maduros preferían sus novelas y música moderna a las tiradas propagandísticas, lo que llevó a la radio pública cubana a emisiones más adecuadas a los gustos del país. Los exiliados incluso llegaron a obtener fondos para TV Martí, que jamás pudo superar la desventaja frente a la radio: si la radio es cara de interferir y barata de producir, la TV es barata de interferir y cara de producir, de forma que tan solo la veían los censores.
Las proezas legislativas de los exiliados eran evidentes en la Ley de Ajuste Cubano de 1966, que otorga automáticamente la residencia en Estados Unidos a cualquier exiliado cubano, o en la Ley Helms Burton, que reforzó el embargo de forma que ningún presidente lo puede levantar si el congreso no anula la ley.
Pero hoy soplan otros vientos. resultado de una situación bien distinta: hay casi el doble de cubanos, pero los del primer exilio van despareciendo. Los nuevos, o han nacido en Estados Unidos y siguen la filosofía de “mirar hacia delante y no hacia atrás”, o son jóvenes inmigrantes que aprovechan las leyes para cobrar subsidios sociales en Estados Unidos y gastárselos en Cuba, hasta el punto de que incluso los congresistas más conservadores quieren cambiar esta ley.
Ni Obama ni el Congreso se ven obligados a ceder ante los cubanos, porque hoy son minoría en una Florida poblada de portorriqueños e hispanos de todo el hemisferio y pueden seguír políticas aceptadas por el resto del hemisferio, donde estaban cada vez más aislados.
Pero la victoria de Castro es también irónica: apostó por fracasados como la URSS o Venezuela y, cuando se le acabaron los recursos, tuvo que volver al redil de la economía de mercado y el dinero gringo, el mismo que imperaba en la isla cuando llegó la revolución castrista. Para Obama, en cambio, es una pieza de su legado presidencial y que se suma a la gigantesca reforma del sistema sanitario y le permitirá entrar en los libros de Historia como el primer presidente negro de Estados Unidos, por mucho que tarde en llegar el veredicto del impacto real de estos logros.