escueto como pocas veces, Sergio Pascual apenas pudo tuitear tres frases de despedida poco después de que se conociera su cese fulminante. “Dos años de dejarme la piel construyendo organización y participación popular. Sigo comprometido con el proyecto de mayorías para el cambio”, fue su respuesta ante un movimiento de ficha que, según los mentideros políticos, el propio afectado sabía de antemano. Sea como fuere, este extremeño de nacimiento (Plasencia, Cáceres, 1977) y andaluz de adopción, ingeniero de telecomunicaciones y exsindicalista del SAT, se ha visto en medio de todos y cada uno de los incendios territoriales que han terminado por quemarle. Madrid ha sido la gota que ha colmado el vasco de un hombre desde cuya atalaya en la formación morada debía de controlar las revueltas internas, aunque sin éxito.

Fontenero a imagen y semejanza de los partidos de la casta para algunos, gestor eficiente de mano tenida para otros, lo cierto es que Pascual se ha visto inmerso en múltiples disputas, sobre todo en los principales caladeros de votos del partido. Sonado fue su choque con Roberto Uriarte, que pese a no nombrarle pero señalarle como un “general mediocre”, le acusó directamente de impulsar el desmembramiento del Consejo Ciudadano en Euskadi y de provocar el posterior cisma del que Podemos Euskadi acaba de salir. Tampoco ha tenido buenas palabras por parte de otros líderes territoriales en Galicia o Catalunya, dos de las patatas calientes que ahora hereda Iglesias.

Errejonista, aunque con posturas políticas en algunos casos del estandar del simpatizante de Podemos, Pascual seguirá siendo diputado en el Congreso. Estará en primera fila para los medios, a escasos bancos del ahora más líder Iglesias; pero no para su partido.