Miemtras Arnaldo Otegi descansa del vendaval de emociones tras su excarcelación y toma fuerzas para lo que está por venir en este año electoral, queda el poso de sus intervenciones ante la prisión de Logroño, en Elgoibar y en Anoeta.
Sus mensajes fueron un ejercicio de cohesión interna incuestionable. Han tenido fruto, sin duda, y han dado un impulso a un entorno social que llegaba de una sucesión de malas experiencias electorales en las municipales y las generales del año pasado y un cuestionamiento interno desde una disidencia inédita. Desde esa perspectiva, la figura del líder resulta balsámica.
Al menos para el sector que ya estaba dispuesto a ilusionarse, veterano de las últimas tres décadas. La pugna por los nuevos votantes en Euskadi no está radicada ni en su figura ni en el vínculo sentimental que puede representar con una trayectoria histórica que se eligió escenificar como un hilo interminable desde los tiempos de la transición hasta hoy.
Otegi ofreció ánimos a quienes acudieron a animarle tras salir de prisión “más independentista que antes”; ofreció su emblema de militancia histórica a quienes sienten el desgarro de las corrientes de la izquierda abertzale más críticas con el viaje hacia la normalización política cuando confesó que “teníamos que haber sabido interpretar bastante antes la necesidad que tenía la gente de superar una etapa de confrontación armada a una política”.
Ofreció incluso su aportación más emocional en primera persona, la vertiente más humana de su reflexión al compartir el dolor y la empatía que dijo entender respecto a las víctimas de la violencia cuando puso como ejemplo su propia experiencia de pérdida de sus seres queridos. Y dejó claro que, quien dudaba de sus cualidades como orador político, se equivocaba.
Y, sin embargo, la reflexión llegó con retraso. Su confesión de que el proceso de transformación de la izquierda abertzale debió llegar antes fue un ejercicio de pragmatismo. Una lectura tardía del momento político que otros -ETA (pm)- hicieron décadas atrás. Tenía sentido entonces, en el arranque de la década de los años 80, los de plomo. Pero no llegó.
Y sigue inacabada. De sus palabras se deduce que lamenta no haber visto a tiempo el fracaso de las dos vías de confrontación -política y violenta-. Pero sigue faltando un reconocimiento fundamental en clave de ética democrática. La lucha armada, el terrorismo, la socialización del conflicto a través de la violencia estuvo mal. Pero no porque no salió bien. Porque es éticamente insostenible desde la convicción democrática y en un esquema de práctica política en democracia.
Todas las sesudas reflexiones sobre el derecho a la resistencia -heredadas de los movimientos revolucionarios de la mitad del siglo XX-, de la liberación de los pueblos frente al colonialismo y de la legítima respuesta armada ante la opresión de las dictaduras se quedan en nada cuando la violencia se practica, como se hizo, frente al peso de la palabra expresada en libertad. De las urnas y los votos. Ese reconocimiento ético aún sigue pendiente de producirse.