Alguien tenía que decirlo, y ha sido Ignacio Sánchez Cuenca, acreditado sociólogo cuyo prestigio viene avalado por su actividad profesional como profesor de Ciencia Política en el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March (Madrid), doctor en Sociología y licenciado en Filosofía y profesor en las universidades de Salamanca, Pompeu i Fabra de Barcelona y Nueva York. Alguien tenía que decirlo, y Sánchez Cuenca lo ha hecho desde su solvencia como autor de una decena de libros y numerosos artículos académicos sobre temas de ciencia política, publicados en el Estado español y en el extranjero.
Lo que ha dicho Ignacio Sánchez Cuenca, con el peso de tan brillante currículum, es que muchos de los considerados “intelectuales españoles” de mayor prestigio y visibilidad -casi siempre escritores, periodistas o filósofos- se caracterizan por participar en el debate político “con ideas superficiales y frívolas expuestas en un tono tajante y prepotente”. Acaba de salir a la luz su libro La desfachatez intelectual, que recomiendo vivamente a cuantas personas -especialmente a las vascas- se han sentido agobiadas, agraviadas incluso, por la desfachatez con la que nos han machacado impunemente durante el pasado reciente desde las más prestigiosas tribunas personajes como los que Sánchez Cuenca define como “forjados en los años 90 del siglo pasado con el final de periodo felipista y el empuje antiterrorista y españolista de Aznar”.
Entre estos maestros de la desfachatez impune, el autor describe con detalle los desatinos doctrinales de los “pata negra” como Fernando Savater, Jiménez Losantos, Jon Juaristi, Mikel Azurmendi, Javier Cercas o Félix de Azua, y la pléyade de arribistas mimados y subvencionados con las sobras del pastel como Iñaki Ezkerra, Antonio Muñoz-Molina, Aurelio Arteta, Pío Mora, Antonio Elorza, Carlos Herrera, Arcadi Espada y demás figurantes del ¡Basta Ya! de los que un buen número fueron a parar a la malograda UPyD. El alegato de Sánchez Cuenca denuncia “la cultura de amiguetes, que medra y se desarrolla en paralelo al capitalismo de amiguetes”, y bucea en artículos e intervenciones públicas de esos santones, desmontando sin piedad el cúmulo de disparates contenidos en aquellos panfletos o desahogos literarios contra ETA, la izquierda abertzale y, por extensión, contra el nacionalismo vasco con Ibarretxe como pim-pam-pum. Lo hicieron sin rigor, sin argumentos, sin datos, en la más absoluta y subvencionada impunidad.
Detalla Sánchez Cuenca la paradójica procedencia ideológica de este frente supuestamente intelectual, recordando el pasado de sus figuras principales, unos en Bandera Roja, otros en el PCE, o en la ORT, o incluso en el GRAPO y en ETA. Opina el autor que les une a todos la impunidad de sus opiniones y la mala conciencia por el rumbo ideológico que han adoptado. Por ello, mantienen una actitud intransigente hacia quienes no siguieron su misma trayectoria, chapotean en posiciones conservadoras, reaccionarias incluso, en una especie de catarsis provocada en ellos por el terrorismo y el nacionalismo en los años 90.
Llegaron a la conclusión de que la izquierda era en parte responsable de los atentados de ETA y en las tensiones centrífugas de la periferia. A partir de ahí empiezan a ajustar cuentas con lo que han sido y representado, pasando a adoptar posiciones cada vez más dogmáticas, sin fundamento ni respaldo empírico.
Es una delicia comprobar lo que decían estos mismos intelectuales orgánicos antes de llegar a conversos. Los artículos de Savater en Egin, o los de cualquiera de los pata negra en los primeros años de El País o Diario 16 son perlas que conviene recordar y el libro las recuerda. De aquellos delirios libertarios a la actual desfachatez impune dan fe escritos recientes como los firmados por Jon Juaristi en ABC en el que afirma que los “fugitivos sirios” vienen a Europa con sus niños como escudos humanos para darnos pena y así ser acogidos (¿no decía algo parecido ETA de las casas cuartel?). O el alegato -también ABC- de Fernando Savater en favor de las corridas de toros, asegurando que muchos de los seis millones de parados se cambiarían gustosos con los toros bravos para llevar, como estos, la gran vida gozando de paisajes hermosos, tratados con mimo y buena alimentación, todo ello a cambio sólo de “pasar en los últimos quince minutos de la vida a la muerte”.
Dicen lo que quieren, pontifican lo que les sale de ahí, condenan, chulean y afrentan sin piedad desde su cátedra privilegiada e impune. Y, como explica Sánchez Cuenca, nadie de su oficio se atreve a pararles los pies porque ellos son jurado en los premios, consejeros en editoriales, protegidos del establishment y venerados por los grandes medios. Por eso, se agradece el aire fresco de La desfachatez intelectual, que desde la autoridad y el prestigio profesional de su autor nos desagravia de tanta basura intelectual a la que fuimos sometidos sin capacidad de reacción y ensordecidos por tanto aplauso.