El 11-M es la exaltación del odio multidireccional. Aquella tétrica masacre tan irracional -193 muertos, centenares de heridos, decenas de mutilados- jamás podrá ser explicada desapasionadamente porque vive enmarañada por la sangrante interpretación del ventajismo político. Todavía hoy suena irreal por ficticia la actitud compartida de las cuatro asociaciones de víctimas del terrorismo, juntas por primera vez en un aniversario doce años después del salvaje atentado, alejadas por su posicionamiento visceral y hasta su sensibilidad.

Es imposible negar que los instigadores de las bombas asesinas de la estación de Atocha perseguían en unas vísperas electorales la venganza contra un Gobierno español -entonces del PP- alineado “con las fuerzas del mal”. Solo José María Aznar desde su soberbia imperturbable se propuso firmemente cambiar el signo de la historia. Lo hizo a sabiendas de que mentía y en su descarada manipulación desparramó el delirio entre sus incondicionales hasta el extremo del auto de fe.

Cuando horas después del estallido coordinado de las bombas Aznar llamó personalmente a cada uno de los directores de los periódicos más importantes de España para informarles de que ETA está detrás del salvaje atentado de Madrid ya sabía positivamente que les estaba mintiendo. El presidente conocía quiénes habían sido los autores y el comando, desde luego, no era vasco. Por ahí inoculó el mal que todavía supura por muchos poros mediáticos y también de víctimas interesadas en mantener encima la llama de la duda.

Si el PSOE no hubiera ganado con José Luis Rodríguez Zapatero las elecciones inmediatas con una de las maniobras maquiavélicas más desequilibrantes atribuida al insigne muñidor Alfredo Pérez Rubalcaba, la caverna mediática no hubiera tejido delirantes conspiraciones ni la Asociación de Víctimas del Terrorismo seguiría creyendo por reducción al absurdo ridículo que la cinta de la Orquesta Mondragón lleva a ETA. Fue ahí cuando Aznar encontró como fáciles aliados para su cruzada a los amanuenses Pedro J. Ramírez y a Jiménez Losantos, enardecidos contra el nuevo sistema político que llegaba y temerosos de perder las prebendas del régimen anterior.

Como ha ocurrido lamentablemente durante años en Euskadi, la ofuscación política ha embarrado el dolor de las víctimas del terror. En más de una ocasión, el discurso de Ángeles Pedraza y Consuelo Ordóñez se asemejan porque en su justa reivindicación del inmenso dolor por tan ignominiosa pérdida de un familiar se refugian en el descarado posicionamiento político mientras extienden el odio como la tinta del calamar. Y en ambos casos ante el asombro acomplejado del PP que asiste aturdido a las permanentes descalificaciones de estas portavoces, envalentonadas por el eco mediático que consiguen. Mientras el atribulado Mariano Rajoy es incapaz de dar un paso adelante durante cuatro años tras la tregua definitiva de ETA porque siente pavor ante la previsible rebelión de un puñado de víctimas, Pedraza aprovecha con absoluta desfachatez el acto unitario del 11-M para pedirle que dé un paso atrás porque el PP necesita de otros líderes. El odio acaba generando hasta ingratitud.