Predicar y dar trigo. La eterna discusión entre el ideal de un proyecto político con conciencia social en condiciones de laboratorio -esto es, puras, sin interferencia de la atmósfera- y aplicarlo a la gestión institucional lo mejor que se pueda, sometidos ya a los vientos, la humedad y la contaminación de la vida real.

Mientras en Madrid se escenificaba un diálogo de las fuerzas que se reivindican progresistas -aunque hay quien insiste en que el PSOE ya ultima un acuerdo con la nueva derecha española de Albert Rivera-, en Barcelona el debate sobre lo que es progresía y lo que es casta viaja en transporte público porque los trabajadores del Metro y el autobús tienen convocadas huelgas en días alternos esta semana.

Precisamente, sí; la semana que hace de Barcelona capital mundial de la telefonía móvil, hay tradición de conflictos en el transporte. En 2012 había convocada una huelga similar. Los sindicatos eligen esta fecha porque su presión al alcalde la complementan las de la hostelería y la organización del Congreso Mundial. El anterior equipo de gobierno, del nacionalista Xavier Trias, cerró un acuerdo in extremis para pagar a los trabajadores los atrasos del año anterior durante los dos siguientes. Ahora, el equipo de Barcelona En Comú soporta el inicio de la huelga porque el acuerdo no ha sido posible. Vale, pues se sigue negociando y se cumplen los servicios mínimos.

Pero los de Ada Colau han patinado. Han transmitido dos mensajes de los que más de uno habrá tomado nota. El primero que, por el tono de los reproches a los trabajadores y sindicatos, sienta muy mal el derecho de huelga ajeno cuando se lo ponen a uno encima de la mesa desde la que gestiona el municipio. Sienta peor que el derecho a okupar cuya reivindicación, entre otras cosas, te ha llevado hasta allí. Y, además, ha fijado la frontera entre la casta y el pueblo: 33.000 euros brutos al año. Sin entrar a valorar si es o no el sueldo real de la mayoría de la plantilla del Metro de Barcelona -los sindicatos discrepan-, el mero hecho de publicitar el dato para descalificar la reclamación salarial después de cuatro años de congelación dice cosas. Dice que la redistribución de la riqueza que predica Colau tiene techo; que el enemigo ya no es solo el gran capital sino esa incipiente clase media que aspira a mejorar su bienestar. Por supuesto, el salario mínimo está muy por debajo, pero habíamos quedado en que los sueldos de miseria son algo a liquidar. ¿Es insolidario un trabajador que aspire a mantener a su familia con más de 33.000 euros brutos? Un dato: el ingreso medio anual por hogar en 2014 en el Estado fue de 26.154 euros. Netos. Algo más de lo que le queda a un currante del Metro de Barcelona si descontamos IRPF, SS y fondo de desempleo. ¿Cuánto trigo electoral dará predicar contra la casta trabajadora?