aunque nunca hay que fiarse de un tramposo, aunque quién sabe si todavía conserva en la manga una carta traidora para seguir aferrado al poder como una garrapata, a estas alturas del descalabro Mariano Rajoy es un cadáver político irrecuperable para cualquier ejercicio de gobierno.
Este registrador de la propiedad es un auténtico chusquero de la política, de la que vive, y vive bien, desde que en 1981 resultó elegido diputado del Parlamento gallego por Alianza Popular. En su currículum se comprueba que ha ido recorriendo todos los puestos del escalafón, primero en la política gallega, después en su partido refundado de AP en PP y, de manera desorbitada, en el aparato del Estado. Desde 1989 hasta hoy ha firmado nómina como diputado en el Congreso, ministro de Administraciones Públicas, ministro de Educación y Cultura, ministro del Interior, ministro de la Presidencia, vicepresidente del Gobierno y presidente del Gobierno de España. Un carrerón, aunque nadie recuerde ninguna huella de sus múltiples cargos previos a su actual presidencia de España en funciones. Y la huella que queda de su máximo empleo no puede ser más detestable.
No ha sido Rajoy político de carisma sino más bien personaje gris, apocado, insípido, que hasta aquella grotesca arenga de “¡Viva el vino!” le salió estreñida y falta de entusiasmo. Aunque equiparable en sosera a Leopoldo Calvo Sotelo, al menos aquel era personaje culto, ilustrado y discreto. Al dedo de Aznar primero y al control del aparato del partido después les debe Rajoy las prebendas de sus últimos peldaños, a los que pretende aferrarse sin querer mirar la podredumbre que ha sembrado durante décadas.
Rajoy no ha tenido a nadie que le quiera a su lado para gobernar, ni le ha importado nada hacer perder el tiempo al país con sus trampas de trilero por si pudiera forzar nuevas elecciones. Aún sin ser consciente de que es ya un espectro político, los 32 años aferrado al poder no le bastan y se valdrá de todas las triquiñuelas posibles para seguir chapoteando en las cloacas de la corrupción del partido que preside, una corrupción que ha tratado de ocultar e ignorar aunque es público y notorio que forma parte de ella.
Torpe, convencido de su impunidad, Mariano Rajoy es el amigo de Luis, el que mandaba mensajes a Bárcenas agradecido por los sobresueldos recibidos, el que fue secretario general del partido cuando funcionaba la caja B, el que lo dirigía cuando se pagaba en negro la remodelación de las sedes y cuando se destruyeron a martillazos los discos duros de los ordenadores del extesorero.
Siguiendo el ejemplo de Franco, se ha limitado a dejar pudrir los problemas mirando para otro lado en desesperante pose de Don Tancredo, licenciado en inmovilismo en todos los temas referentes al proceso de paz y convivencia en Euskal Herria, dilapidando las mejores oportunidades y despreciando con pésima educación las insistentes llamadas del lehendakari para dar cara a los problemas pendientes.
Servil frente al FMI y a los mercados, lameculos de Angela Merkel, ha ejercido de mamporrero contra las clases más desfavorecidas del país sin cambiar el gesto estupefacto que le caracteriza, ha merecido la falta total de respeto por parte del personal, convertido en carne de chiste y caricatura bufa. Un respeto que no ha merecido porque en cualquier país decente un indecente de tal tamaño habría tenido que huir por piernas. Y ello a pesar de los siete millones que siguen votando a su partido, el primer partido imputado de la historia dirigido por una cúpula de sinvergüenzas en la que nadie queda libre de sospecha. Ese es el presidente en funciones, ese señor que cada vez que le preguntan por un caso de corrupción dice que no le consta, que no sabe nada, que lo ha leído en la prensa, que menuda sorpresa, que cómo se lo iba a esperar, que le han traicionado y que es todo falso, salvo alguna cosa. Mariano Rajoy es, como dijo el candidato socialista en el cara a cara, un indecente.
Ahora anda ahí, agazapado, a la espera de que le salga bien su última jugada, su última trampa, de la que espera la carambola de una repetición de las elecciones en la creencia de que sonase la flauta y volviese como señor de la Moncloa. Pero aunque el candidato Sánchez no sea capaz de acordar un Gobierno que cambie la podredumbre en la que el PP nos ha metido, va a ser difícil que Mariano Rajoy vuelva a lucir la sonrisa fláccida de presidente que ha venido luciendo casi sin creérselo, él, ejemplo máximo de chusquero.
Márchese, señor Rajoy, y vuelva a su aburrido pero honrado oficio de registrador de la propiedad, a sus paseos por Sanxenxo, o Pontevedra, o donde le pete, aunque mejor por donde no le conozcan mucho, no vaya a llevarse disgustos y desazones. Sin haber podido ni querido limpiar la corrupción que ha apadrinado, jubílese, que llevará una vida más plácida como la que disfrutó en sus años de mili, ocupado principalmente de la limpieza de las escaleras de la Capitanía General de Valencia. Que así fue.