Quizá hoy sea el día de hablar del fanatismo. Las víctimas de París nos hablan de una irracionalidad medieval que inspira al asesinato y la inmolación. La pugna por la evolución desde la barbarie hacia la civilización, tal y como la entendemos en términos de valores humanísticos y éticos y fundamentados en el establecimiento, fortalecimiento y extensión de los derechos inherentes a la condición de ser humano.
Seguramente es día para identificar los rasgos de sociopatía que convierten a jóvenes formados en sociedades que se reivindican como guardianas de esos valores en desalmados asesinos como única salida a su propia desocialización. Y sin duda es día para encarar los fracasos de nuestros modelos de integración social, de igualdad de oportunidades, incapaces de satisfacer el bombardeo de deseos, necesidades creadas, emblemas de éxito y exhibiciones de bienestar y dilapidación de recursos ante los ojos de quienes no podrán acceder a ellos.
Reflexionaremos sobre si un fanático nace o se hace. Si la legión de desheredados que orienta su rabia hacia la destrucción de lo que identifican como un modelo que les ha excluido tiene que ser reeducada o exterminada. Es un debate crudo; duro en sus planteamientos pero fácil de soslayar en sus consecuencias al calor de la sangre derramada. ¿Cuántos bombarderos más debemos enviar para combatir al Estado Islámico (ISIS)? Muerte aséptica, que no salpica nuestras calles.
No pretendo engañar a nadie con buenismos. La guerra de exterminio que el ISIS plantea no se combate sólo con educación y ayuda al desarrollo. Como herederos de nuestro modelo de crecimiento lo somos de los errores del pasado colonial, de la diplomacia del control de los recursos y la connivencia con las dictaduras locales. Las que financiaron durante la guerra fría el atlantismo y el bloque soviético en torno a la explotación del petróleo (a grandes rasgos, las dictaduras del golfo pérsico y el Irán del sha de un lado, y el panarabismo suní de inspiración baazista de Egipto, Irak o Siria de otro).
No es momento tampoco de lecciones de historia, menos desde el punto de vista parcial de un aficionado. Pero a la ecuación de hoy hay que introducirle una errática política de alianzas europeas en la región marcadas por los intereses petrolíferos norteamericanos y británicos, pero también franceses. Prueba de ellos fueron las últimas guerras calientes de la guerra fría -Afganistán e irano-iraquí-. Origen de los grupos fundamentalistas que hoy asesinan allí y aquí. Los barbudos muyahidines, auténticas brigadas internacionales financiadas por Arabia Saudí y armados por Estados Unidos que expulsaron a los soviéticos de Afganistán y alumbraron movimientos integristas que luego trasplantaron a sus países de origen: Argelia, Irak, Jordania, Siria o Pakistán. El laboratorio de pruebas de Al Qaeda y su sistema de multinacional del terror con filiales por todo el mundo. Márketing viral y dinero con origen en los pozos del oro negro pérsico y el monopolio de la fe verdadera. El formato perfeccionado hasta la sublimación del horror por el genocida ISIS.
Y, para acabar de perder a quien aún siga leyendo, introduzcamos la secular pugna sectaria y étnica en el mundo islámico. Persas y árabes; suníes y chiíes; kurdos y turcomanos. Deliberadamente mantengo fuera de la ecuación a Israel y Palestina aun cuando sea un factor desestabilizador objetivo porque también tiene mucho de excusa que oculta otras realidades que tienen que ver con esta guerra en la que ya estamos inmersos. Es una guerra del agua, del petróleo, del tránsito estratégico de los hidrocarburos hacia Occidente y, en el inmediato futuro -si no presente- también hacia el extremo oriente, con China como demandante insaciable de recursos. Una guerra de los intereses occidentales, orientales y locales sobre esos recursos y sobre un status quo en el que el monopolio de la fe también se juega, aunque en nuestra sociedad occidental laicificada hayamos olvidado lo que eso significa, aunque nos hayamos destripado por las mismas razones barnizadas con nuestras propias pátinas religiosas también en Europa hasta hace un par de siglos.
¿A quién elige Dios para ungirle de una brutalidad libre de responsabilidades? Es el fraude favorito de la humanidad. El ejército nazi llevaba en las hebillas de sus cinturones el lema que lucía el prusiano dos siglos antes: Gott mit uns. Dios con nosotros. Siempre hay alguien dispuesto a manipular la palabra. Esta no es una guerra contra Dios ni a favor de él. Es una guerra de intereses económicos que fanatizan lo más débil, lo más castigado de las estructuras sociales del mundo musulmán y del occidental (también del oriental, pero aún está por aflorar).
Y, en esta guerra, occidente mantiene sus alianzas en el lado equivocado. Las dictaduras suníes son socios estratégicos y económicos de las élites en nuestro propio hemisferio. Y se han convertido en nuestra necesidad geoestratégica. Se invade Irak para proteger los intereses saudíes, que invaden Yemen para evitar la expansión de la influencia chií de Irán. Se calla ante la masacre turca de kurdos mientras se arma a estos para que combatan al ISIS, aunque se les niega un país propio que les agrupe en territorios que deberían ceder Siria, Irak, Irán y Turquía. Y todos saben que una parte del petróleo que financia al integrismo sale de Irak, de Siria, de Libia, y se vende en oriente y occidente, ayuda a rebajar el precio del barril y nos ahorra un pastizal en plena crisis de desarrollo.
Está bien: nada es tan sencillo. Sólo son retazos de una realidad poliédrica puesta en demasiado desorden, a falta de muchos de sus aspectos y sin el suficiente rigor. Pero junto a la justa rabia, el legítimo pánico y el humano sentimiento de desconfianza hacia lo diferente, es oportuno rebajar un poco la columna de marfil desde la que juzgamos nuestros intereses y, sobre todo, la responsabilidad ajena en el arranque oscuro de este siglo que iba a ser de luz.